Los organismos autónomos que están en proceso de desaparecer, diluirse en la administración o transformarse en organismos descentralizados comparten conceptualmente un origen: el déficit de credibilidad de la esfera pública.
Las reformas constitucionales en curso prevén la eliminación del Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) y la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu). Creados en distintos momentos, con cartas de intención diferentes, compartieron una misión en abstracto: ocuparse de tareas que correspondían originalmente al gobierno, para las cuales prevalecía una desconfianza de la opinión pública.
Uno de los triunfos culturales del neoliberalismo, desde los ochenta y hasta muy entrado este siglo, fue la desconfianza en los políticos y en la gestión pública. Por supuesto que, en gran medida, ese déficit de credibilidad es merecido.
Grandes acciones, como la nacionalización bancaria y su posterior privatización, el adelgazamiento brutal del Estado, la desaparición de los trenes de pasajeros, las recurrentes crisis económicas, el sinnúmero de escándalos políticos y el cruce de discursos que señalaban corrupción=gobierno, entre muchas otras, crearon un ambiente propicio para esa desconfianza.
Los gobernantes dejaron pasar esa visión, unos con un cinismo galopante, otros por compartirla. La sociedad civil, su élite académica, empresarial y cultural, presionaba a gobernantes y partidos; presentaba diagnósticos fundados y propuestas para crear organismos autónomos que fueron aceptadas por los políticos, a veces a regañadientes, en ocasiones como estrategia para modificar sus relaciones con los actores involucrados en los campos de decisión afectada.
La creación de un organismo autónomo consiste en trasladar atribuciones originalmente competencia del Estado, gestionadas por una unidad administrativa del gobierno, y asignarlas a un organismo de nueva creación, con una dirección colegiada, compuesta de notables, designados desde el Senado en la mayoría de los casos, con una duración en el cargo transexenal y salarios notoriamente altos, algunos rebasando el ingreso nominal presidencial.
Para claridad en el debate: no fueron creados para democratizar el país. Su objetivo constitucional explícito no era quitarle poder a la Presidencia (lo cual, de suyo, no es democratizar), sino dotar de racionalidad técnica y limpieza política a decisiones fundamentales del Estado. Ante una crisis de representatividad y un déficit de credibilidad, se amputaba una función fundamental del Estado a un gobierno que sale de las urnas para dársela a funcionarios que nadie había electo. Un ejemplo: una radiofrecuencia que pertenece a todas y todos los mexicanos y que corresponde al Estado gestionar, se decide conceder para su explotación económica a un grupo que cumple ciertos requisitos, por un organismo cuya cabeza nadie conoce, nadie sabe de dónde vinieron sus integrantes y nadie eligió directamente. Se otorga a juicio de esos nadies (especialistas con reputación y prestigio entre iniciados, pero sin representatividad ni rendición de cuentas al electorado).
Es un equívoco pensar que un organismo autónomo tiene una función de contrapeso al poder presidencial y un efecto democratizador, por muy bien que funcionase en importantes casos.
Claro que hay de organismos autónomos a organismos autónomos. No son iguales en dimensión, propósitos, desempeño y alcance. Lo que hace hoy el Congreso, a nombre de una racionalidad económica y acusaciones de corrupción, es devolver funciones estratégicas al gobierno, al recuperarle capacidad de intervención estatal en materia de energía y de arbitraje de la competencia. También se reducen gastos, pero no esenciales ni en los montos previstos. El segundo piso de la cuarta transformación asume el riesgo de no ejercer técnicamente bien las funciones recuperadas y de caer en la falta de transparencia o en la toma de decisiones causales de controversia internacional, si lo hiciera mal.
Los organismos autónomos no resolvieron el problema de desconfianza de origen ni la falta de representatividad. Sus días están contados. Toca cuidar que el gobierno cumpla y rinda cuentas.
Lectura sugerida: Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Jürgen Habermas. (Amorrortu).