Segundo piso

Coger y comer sin culpa: un manifiesto

Considerar el placer como derecho se convierte en un acto de resistencia, en una forma de recordar que no solo existimos para producir, sino también para vivir y experimentar.

En un mundo, un país, una ciudad, un barrio o un círculo familiar que parecen girar en torno a restricciones, juicios y deberes, podemos redescubrir los placeres de la vida. Escribo inspirado en el libro Coger y comer sin culpa. El placer es feminista.

Aunque lugar común, el cambio de año es un umbral simbólico para reflexionar sobre lo que valoramos y replantearnos prioridades. ¿Por qué no considerar al placer como parte genuina de nuestras vidas? En un tiempo que nos empuja hacia la productividad y la autoexigencia (Byung Chul-Han), dedicar un momento para pensar en el placer nos puede recordar lo que nos hace verdaderamente humanos.

El placer es un derecho humano esencial. El bienestar integral incluye el acceso a experiencias que nos brindan satisfacción, alegría y realización personal. La Declaración Universal de Derechos Humanos y nuestro artículo Tercero Constitucional, sin mencionar explícitamente el placer, promueven condiciones para vivir plenamente.

No tenemos acceso igualitario a los recursos para disfrutar de la comida, el ocio, el arte o la sexualidad. Reconocer el placer como derecho es exigir políticas que eliminen las barreras que lo impiden, desde la pobreza hasta las normas culturales restrictivas.

Las actividades placenteras reducen el estrés, fomentan la resiliencia emocional: mejoran la salud mental. Implican garantizar espacios, tiempos y condiciones para que cada individuo explore lo que lo hace feliz, sin culpa ni prejuicios.

Cuando el trabajo y la productividad son más valorados que el disfrute, considerar el placer como derecho se convierte en un acto de resistencia, en una forma de recordar que no solo existimos para producir, sino también para vivir y experimentar.

En el trabajo, el placer comienza con el respeto a derechos laborales fundamentales, salario justo, horarios razonables y un ambiente seguro. El acceso al placer en el trabajo no es equitativo. Las desigualdades económicas, de género y de origen étnico limitan las oportunidades para que muchas personas experimenten satisfacción en su entorno laboral. Reconocer el placer como derecho implica luchar contra estas inequidades y promover ambientes laborales inclusivos. Poco a poco, a pasos de gallo-gallina, empresas exitosas incorporan el modelo laboral idealizado de Google con condiciones para desarrollar la autonomía, la creatividad, el reconocimiento, las relaciones saludables y los momentos de desconexión, aunque también hay trampas para millenials: condiciones injustas y de inestabilidad laboral, a cambio de flexibilidad y agrado.

La palabra placer, del latín placēre: ‘agradar’, y de placidus: ‘apacible’. Es la idea de algo que produce serenidad, alegría, satisfacción. Los deleites de la comida, la sexualidad, la lectura, la música, la compañía y el trabajo pueden transformarnos en seres más plenos y felices.

La comida no es sólo combustible, es también un acto de amor propio, fuente de salud y de conexión. En cada bocado se encuentra una historia: el plato favorito de la abuela, los sabores exóticos de culturas lejanas, la posibilidad de compartir una mesa con amigos… El síndrome del Jamaicón no se explica sin la nostalgia por la cocina de nuestra tierra.

La sexualidad es uno de los placeres más mal entendidos, cargado de tabúes y prejuicios. El placer es feminista nos recuerda que conectar con nuestro cuerpo es un acto de rebeldía y amor propio. Aprender a escuchar nuestros deseos, explorar sin vergüenza y abrazar nuestras preferencias son pasos esenciales para vivir plenamente. La sexualidad es diversa, libre y hermosa.

Perderse en un buen libro es otro de los placeres más sencillos y enriquecedores. La lectura nos ofrece refugio, inspiración, conocimiento y la oportunidad de entender el mundo, los mundos.

La música tiene el poder de transportarnos, de movernos y de unirnos. Desde el ritmo de una salsa que nos hace bailar sin parar hasta las notas melancólicas del jazz o la voz de una soprano que nos hace llorar, la música nos conecta con nuestras emociones más profundas.

Nada reemplaza la calidez de una conversación sincera con un ser querido, una tarde de risas con amigos o el abrazo de alguien especial. La hiperconexión en la que vivimos, a menudo nos aleja de las relaciones humanas reales.

Cuando sintamos culpa por disfrutar algo recordemos que el placer es un derecho, no debe ser un lujo. Comer, sentir, leer, escuchar, charlar, crear y compartir son actos que nos humanizan. Son acciones rebeldes en un mundo que nos exige continuamente producir, sacrificar y restringir.

Lectura sugerida: Coger y comer sin culpa. El placer es feminista. María del Mar Ramón (U-Tópicas).

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