A la memoria de Dionisio Moreno. A JARQ, por las reflexiones compartidas.
A fines del siglo veinte, un viejo sindicalista sagaz y carismático, ya con un tiempo alejado de la actividad gremial, decía con cierta dosis de sabiduría: “licenciado, el poder es bonito, aunque sea poquito”.
El encanto del poder se basa en su esencia transformadora, en su penetración en todas las esferas de la vida social y, desafortunadamente, en la naturaleza adictiva de quien lo ejerce cuando no tiene los pies en la tierra y cuando confunde su naturaleza.
Las distorsiones del poder son múltiples. Quizá la madre de todas las desviaciones derive de confundir el poder como un fin en sí mismo cuando, por naturaleza, es un medio para fines y propósitos que no se conseguirían sin su ejercicio.
El poder político legítimo, el que le confiere a quien lo ejerce el sector representado, la sociedad, el pueblo, es un medio para la transformación o para el mantenimiento del orden. El poder ilegítimo es una fuerza de dominación, de apropiación de decisiones y recursos de orden público, sin la aceptación o el consenso sociales.
La primera derivada —al asumir el poder como un fin— lleva al terreno en el que la disputa política se circunscriba a luchar por ganar el gobierno, obtener las posiciones públicas y, desde ahí, recompensar a partidarios que contribuyeron al ascenso al poder y a derrumbar a adversarios (Bolingbroke y B. de Jouvenel). Una desviación de esta naturaleza erosiona la legitimidad del poder y lleva al desencanto ciudadano, a la desafección política. Como señala Hannah Arendt, cuando el poder pierde su conexión con el consenso y la cooperación, se desmorona, dejando espacio para la imposición o la violencia hasta que se dé el relevo de la élite dirigente por un cambio en la correlación de fuerzas que lleve a la alternancia o cuando la contrahegemonía venza y emerja una ruptura del establecimiento, abriendo condiciones para un cambio más profundo. Aquí se encuentra la explicación principal, no única, de la reducción al mínimo del PRI, la pérdida del registro del PRD o el descafeinamiento del PAN, en el caso de nuestro sistema de partidos.
En su esencia, el poder es la capacidad de influir, transformar y organizar hacia objetivos y propósitos de un colectivo, hacia el bien común en el caso de una organización estatal.
En democracia, la fuente del poder emana del voto popular en libertad. En estructuras jerárquicas, el poder es piramidal descendente; se puede delegar, pero la responsabilidad sobre las consecuencias de su ejercicio se comparte.
Para ocupar una posición de poder, democráticamente o por designación, es necesario prepararse para ser, tener el temple en caso de no lograr ser y, lo más difícil, saber dejar de ser cuando la responsabilidad y la representación concluyen, con honor y dignidad, sin aferrarse. El poder suele ser como el amor: las parejas y los aliados casi siempre son temporales, pero los ex son para siempre.
Recuperar el propósito del poder implica que los políticos recuerden para qué es y asuman que su rol es representar intereses colectivos y, desde ahí, servir, no dominar. Esto requiere vocación pública, una preparación suficiente para comprender cuáles decisiones tienen consecuencias generacionales y cuáles son solo medidas coyunturales, de corto alcance. Se necesita entender la diferencia entre una reforma de alcance estatal, una política pública como acción de gobierno y una medida administrativa, y cómo contribuyen a la viabilidad de un proyecto colectivo común.
En México vivimos un proceso de reconfiguración del poder en el que se intenta recuperar capacidades del Estado para garantizar que sucedan los cambios impulsados por el tetrateísmo. La reforma gradual y paulatina del sistema político, a lo largo de tres décadas, redujo esas capacidades y debilitó la figura presidencial a partir del sofisma de que con una presidencia acotada hay más democracia.
Los derechos humanos de nuestros connacionales, el comercio exterior y las decisiones soberanas atraviesan el riesgo máximo ante la ofensiva acometida de Donald Trump. En materia de interior, el desafío estatal proviene de la violencia y el crimen organizado. Para afrontar ambos retos, la mejor baza es una presidencia fuerte y una posición congruente. Claudia Sheinbaum cuenta con el respaldo popular necesario; ya vimos que Justin Trudeau no lo tenía.
Lectura sugerida: La esencia de lo político de Julien Freund (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales).