En diversas ocasiones, esta columna ha afirmado que el Presidente tiene serias limitaciones intelectuales y carece de visión estratégica. Esto, sin embargo, choca con la idea que se construyó durante las últimas dos décadas entre sus seguidores, quienes lo imaginan como un estadista que juega billar a varias bandas o ajedrez en 10 dimensiones. No encuentro evidencia para apoyar esta creencia, y sí abundancia de ejemplos de lo que hemos afirmado.
La cancelación del aeropuerto de la Ciudad de México, por ejemplo, puso a las finanzas públicas bajo una presión innecesaria. Peor aún, desplomó las intenciones de inversión, cuya caída inicia justamente después de esa decisión. Con ella, López Obrador canceló cualquier posibilidad de cumplir su oferta de crecimiento económico y de generación de empleo, y puso en riesgo incluso su compromiso de no contratar deuda. En su momento, consideramos que esa decisión la tomó para dar una señal de poderío, que era innecesaria, considerando la legitimidad de su triunfo electoral y el tamaño de sus fracciones parlamentarias. En suma, perdió la economía sin ganar en la política.
Sus decisiones en materia energética no tienen ninguna racionalidad. Ni económica, ni financiera, ni operativa. Responden a creencias anacrónicas, pero además hoy imposibles. Ni hay relación entre la soberanía nacional y Pemex o CFE, ni estas empresas pueden garantizar el abasto de gas, gasolina o electricidad. No obstante, el Presidente ha apostado todo en ellas: la sanidad financiera, la estabilidad jurídica y el bienestar futuro. Por un lado, Pemex ha sufrido pérdidas por 500 mil millones de pesos cada año (es lo que ha caído su patrimonio); por otro, ha promovido leyes inconstitucionales para eliminar la competencia en electricidad y petrolíferos, y para evitar que le sean bloqueadas, ha decidido mejor terminar con la independencia de la Suprema Corte; finalmente, las indemnizaciones que México deberá pagar por esas decisiones superan los 100 mil millones de dólares, y no tendremos energía suficiente para los próximos años, por no hablar de los daños ambientales. Se destruyó el futuro sin ganar nada.
La tragedia en salud pública es un ejemplo más. Desde el inicio de esta administración se desmanteló el sistema de compras y distribución de medicamentos y material y equipo sanitario. El argumento fue que había corrupción, como ha sido en todos los casos. El resultado, también igual que en todas las ocasiones, ha sido desabasto. Para desgracia de los mexicanos, un año después del inicio del desmantelamiento se canceló el Seguro Popular, y dos meses después llegó la pandemia. Puede usted confirmar en la prensa internacional, o en estudios académicos, que México es uno de los países que peor manejó el Covid, dando como resultado más de medio millón de muertos y una de las contracciones económicas más profundas y duraderas. Hoy no sólo nos faltan vacunas para Covid, sino también las que siempre tuvimos, y decenas de medicamentos que nunca habían faltado.
En todos estos casos, López Obrador no tiene idea de lo que hace, ni busca o acepta consejo de los expertos. Sin duda hay técnicos de escasa solvencia moral que aceptan convertirse en paleros de esas decisiones a cambio de un poco de poder, dinero o reconocimiento.
En todos los casos, López Obrador es incapaz de medir los resultados a mediano o largo plazos. Dedica todo su esfuerzo a ganar elecciones, a ser popular, a la propaganda diaria. Gracias a ello, hemos tirado a la basura cerca de 2 billones de pesos, hemos perdido la capacidad de crecimiento de la economía (por baja que ésta fuese), han muerto medio millón de personas, y se ha destruido el marco institucional, incipiente y débil, que habíamos construido en los últimos 25 años.
Por eso esta columna afirma que este es el gobierno más destructivo en toda nuestra historia.
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