Ayer se cumplieron 50 años del fin del sistema financiero global de la posguerra, conocido como Bretton Woods, por el lugar en que se negoció ese acuerdo. El viernes comentamos al respecto (aprovecho para corregir, ese balneario está en New Hampshire). Hoy quisiera hablar acerca del impacto de esa transformación en México. De Afganistán platicaremos el miércoles.
El fin del sistema mencionado significó que las monedas ya no requerían reservas en oro y, por lo mismo, se movieron de tipos de cambio fijos a flexibles. No fue un asunto sencillo, decíamos el viernes, y requirió de negociaciones entre las economías más importantes. Al término, el mundo era totalmente distinto. Cuando se tiene tipo de cambio fijo, el flujo de capital entre países tiende a cero. No es posible que haya libre movilidad de capital con un tipo de cambio fijo. Cuando el tipo de cambio es flexible, el capital puede moverse con facilidad.
En consecuencia, para 1973 ya había posibilidad de conseguir créditos o inversiones. El incremento en el precio del petróleo, resultado del embargo árabe, provocó el enriquecimiento espectacular de muchos países de Medio Oriente, que no sabían qué hacer con tantos recursos y los colocaron en bancos de Estados Unidos o Europa. Esos bancos requerían conseguir a quién prestar. Del otro lado, los países latinoamericanos, que en los años 60 tuvieron una burbuja demográfica significativa, y un amplio desplazamiento a las ciudades, no tenían dinero para atender las necesidades de esa población.
Sin entender bien lo que ocurría, los gobiernos latinoamericanos vieron en los créditos externos la solución a su problema social. Podían contratar deuda como, literalmente, nunca antes, y vaya que la necesitaban. Pero en un entorno de tipos de cambio flexibles, mantener la moneda propia con tipo de cambio fijo es imposible, y más cuando se están contratando créditos a manos llenas. Como en todas partes, la inflación empezó a crecer, pero aquí con mayor rapidez. El sexenio de Luis Echeverría cerró con una devaluación brusca, no planeada, que redujo el valor del peso a la mitad.
Su sucesor, José López Portillo, llegó a la presidencia con el anuncio del descubrimiento de Cantarell, entonces el segundo mayor manto petrolero en el planeta. Contra ese activo, México contrató aún más deuda. El crecimiento acelerado, que nos colocaría en el primer mundo, traía consigo todavía más inflación. Cuando los ciudadanos de las economías desarrolladas decidieron cambiar de gobierno por uno que frenara el crecimiento de precios, y eligieron a Thatcher y Reagan, las cosas cambiaron. El freno a la inflación implicó el alza de tasas de interés, y la deuda que habíamos contratado en los años 70 se hizo impagable. El sexenio de López Portillo terminó con una devaluación aún mayor, que le hizo perder al peso 85 por ciento de su valor durante 1982.
La causa principal de esa tragedia fue la incapacidad de los gobiernos de entender la transformación sufrida por el sistema financiero global. Creían que las cosas podían hacerse como en las décadas previas, cuando el crecimiento económico no llevaba consigo inflación. Creían que vivíamos en otro planeta y la mejor política exterior era una buena política interior. Creían posible competir en un mundo globalizado con el gobierno controlando más de 50 por ciento del PIB de forma directa.
De 1970 a 1982, la inflación promedio anual en Estados Unidos fue de 7.9 por ciento; en México, de 20.5 por ciento. Para 1982, el peso había perdido 92 por ciento de su valor frente al dólar, comparado con 1970.
Los presidentes mexicanos de la década de los 70 no entendieron jamás que el mundo había cambiado, y sus errores nos costaron muchísimo. El Presidente actual está convencido de que debemos regresar a esa década. No tengo palabras.