Como veíamos el lunes, la disputa con Estados Unidos y Canadá, por el camino legal, está perdida. El desprecio de López Obrador (y secuaces) por la ley es claro, y por eso abundan amparos, suspensiones e, incluso, declaratorias absurdas de seguridad nacional de parte del gobierno. Si el 3 de octubre no hay un acuerdo, se llamaría a un panel, el cual perderemos, y no será en demasiado tiempo. Si ese escenario ocurre, en un año tendríamos que pagar decenas de miles de millones de dólares o enfrentar aranceles y cuotas en cantidad equivalente.
En los últimos 12 meses exportamos 430 mil millones de dólares a Estados Unidos, y 14 mil a Canadá. Para pagar en un año las indemnizaciones, el arancel promedio a Estados Unidos debería rondar 5 por ciento (en el caso de Canadá debería ser cercano a 100 por ciento, pero eso no ocurrirá). Un incremento del precio de lo que vendemos en 5 por ciento, sumado a la inflación que ya existe, en el muy posible contexto de una recesión o, al menos, una desaceleración en Estados Unidos, provocaría una caída importante en nuestras exportaciones, dañando a agricultores e industria manufacturera. Dejando todo lo demás constante, tendríamos una contracción de -1.5 por ciento en el PIB para 2023. Eso ocurriría justo en el año previo a la elección presidencial, de manera que se convertiría en un pesado lastre para el candidato o candidata de la coalición presidencial.
López Obrador, sin embargo, parece dispuesto a convertir un conflicto comercial, legal, en una oportunidad política, envolviéndose en la bandera nacional, acusando intervención extranjera y amenaza a la soberanía. Por eso responderá el 16 de septiembre, en el marco del desfile militar. Por las encuestas que conozco, creo que tiene la marea en contra. La mayoría de los mexicanos no tiene mala opinión de Estados Unidos, y no sé si, después de cuatro años de fracasos y mentiras presidenciales, esté dispuesta a cambiar esa opinión por un arrebato patriotero.
Hay, entonces, dos posibilidades. Una es que mientras el Presidente le apuesta a la movilización nacionalista, su gobierno corrija silenciosamente las fallas reclamadas. Esto evitaría el panel, con lo que antes de fin de año el Presidente podría afirmar que Estados Unidos le tuvo miedo, mientras el sector energético recupera lo perdido en los últimos años. Este camino permitiría algo de reactivación económica (no mucho, porque la duda quedaría) al mismo tiempo que algún rédito político. El Gran Gesticulador ataca de nuevo.
La otra posibilidad es que, de plano, el Presidente crea en la locura patriotera y no vaya por el camino de la conciliación, sino que realmente busque el enfrentamiento. En ese camino, creo, no sólo tendríamos una recesión económica de larga duración, sino que la coalición presidencial estaría perdida. El camino a 2024 ya no sería difícil, como lo es hoy, sino imposible.
Frente a este dilema, quienes deben estar más preocupados son los potenciales sucesores de López Obrador. Si el camino es el primero, hay que someterse y esperar el signo del dedo divino. Si es el segundo, hay que separarse lo más pronto posible, acelerar el proceso de ruptura de la coalición presidencial y lanzarse por la candidatura de oposición.
Por esto, dada la gran habilidad de corto plazo de López Obrador, y su pasmosa falta de capacidad estratégica, estoy convencido de que no sabe qué hará. Pero no tiene mucho tiempo. Si quiere conciliar con los socios, tiene apenas seis semanas para hacerlo. Eso implicará reconocer un gran fracaso en la política energética, la más importante para él. No hacerlo significará el fin de su transformación. ¿Estará dispuesto a inmolar su movimiento con tal de no reconocer un error de fondo? Sería la primera vez.