Exactamente dentro de dos años, Andrés Manuel López Obrador dejará de ser presidente de México. Insistió por décadas para llegar a ese puesto, lo ha ocupado ya cuatro años, y su fracaso ha sido rotundo. Puede ser que muchos aún no lo vean, pero seguramente lo harán en los próximos 24 meses. Pasará de ser la persona que más votos obtuvo a ser uno de los políticos más odiados de México. La decepción para esos 30 millones que votaron por él, cuando se hagan conscientes de la destrucción, no tendrá atenuantes. Mientras mayor es la esperanza que se deposita en un líder, mayor es también el desencanto y el enojo.
Sin embargo, hoy todavía podría evitar pasar a la historia no como el héroe que él siempre soñó ser, sino como uno de los presidentes más incapaces y destructivos. Puede evitarlo con cierta facilidad, aunque eso implique alterar de plano su comportamiento. Bastaría con ser verdaderamente cuidadoso de las finanzas públicas, reconociendo las limitaciones que hoy enfrentan éstas, y promoviendo una reforma fiscal acompañada de una real austeridad (en sus elefantes blancos y sus programas sociales absurdos). No tiene que hacerse nada espectacular, pero sí es necesario reducir, para 2023, los requerimientos financieros en al menos un punto porcentual del PIB. Sería una actuación responsable, como la de los últimos cuatro presidentes.
La otra decisión relevante sería reconocer su fracaso en el mercado energético y liberar la reforma que todavía está en la Constitución, eliminando los obstáculos ilegales que le ha puesto enfrente. Esta decisión debería acompañarse de la sustitución de los tres funcionarios más importantes (Bartlett, Nahle y Romero) por personas calificadas, pero además reconocidas. Esta simple decisión implicaría un alud de inversión a México. Lo que hoy impide que se muevan más empresas desde China hacia México es que no podemos garantizar abasto de electricidad producida por fuentes limpias. Si esto cambiase (y es algo que en un año se logra, como ya lo mostraron las subastas de 2017), de verdad habría una atracción muy importante de inversión y, por lo mismo, un crecimiento notable en los dos últimos años del gobierno.
Con eso, el sexenio podría terminar sin crisis fiscal, y sin problemas para la población. Ese 50 o 60 por ciento que hoy está conforme con López Obrador lo seguiría estando, y tal vez podría recuperar algo más. Con eso podría dar una base sólida a su candidata, que podría ganar la elección de 2024 sin necesidad de trampas, amenazas, ni nada parecido. López Obrador podría retirarse en paz a su rancho, sin haber logrado ninguna transformación, pero al menos sin haberse convertido en el villano más odiado por los mexicanos.
Lo único que se requiere para ello es que Andrés Manuel López Obrador deje de ser Andrés Manuel López Obrador, y eso es lo que impide esperar que actúe con responsabilidad y racionalidad. Eso no es lo suyo. Él sabe cómo amenazar (acaba de hacerlo con el TEPJF), destruir (ya van cuatro años), someter (es su historia política), pero no tiene la capacidad de concertar, negociar y construir. Le es imposible imaginar el futuro, porque tiene su mente congelada en el pasado. No puede ver las oportunidades que hoy se abren a México, porque para él todas ellas son amenazas al poder que ha acumulado en su persona. Para mantenerlo, se ha aliado con lo peor de México, sin importarle que cuando él no esté, y falta poco para ello, el país será el botín de estos malhechores.
Es trágico constatar que, teniendo la oportunidad de gobernar bien, aunque sea dos años, López Obrador preferirá aferrarse a sus viejas ideas y a sus despreciables aliados, antes que aceptar lo que muchos vemos hoy, y todos verán muy pronto: que es sólo un incapaz con poder.
Mientras mayor es la esperanza que se deposita en un líder, mayor es también el desencanto y el enojo