La marcha ciudadana del 13 de noviembre, dijimos en su momento, tuvo dos efectos. Primero, mostrar a las fuerzas políticas en el país la decisión de la ciudadanía de respaldar al INE y evitar la destrucción de la democracia. Segundo, poner en el radar internacional la situación que se vive en México. En un entorno con muchos puntos de atención, lograr que las principales tribunas internacionales incluyan a nuestro país entre las democracias en riesgo fue algo muy importante.
En los últimos días, periódicos como The New York Times o Financial Times, así como revistas del nivel de The Atlantic han publicado textos de primer nivel registrando el ataque que sufre la democracia desde la Presidencia de la República. Cuando se ha visto algo similar en otros países, como Estados Unidos y Brasil, estas llamadas de atención desde estos medios internacionales tienen una resonancia clara.
El 13 de noviembre, los organizadores de la marcha no imaginaron la cantidad de personas que asistiría, de forma que planearon una ruta desde el Ángel hasta el Monumento a la Revolución. Cuando se dieron cuenta de la respuesta, lamentaron no haber convocado al Zócalo. Ayer subsanaron ese error. Ya no se trató de una marcha, sino de una concentración, directamente en la Plaza de la Constitución. La afluencia fue, otra vez, apabullante. Cientos de miles de personas asistieron a defender la democracia, y otro tanto llenó plazas públicas en un centenar de ciudades de México y el mundo.
Si el 13 de noviembre nos manifestamos para evitar un cambio constitucional que pusiese en riesgo la democracia, este 26 de febrero lo hicimos para detener los cambios legales, obviamente inconstitucionales, que el gobierno impulsó cuando fue detenido la primera vez. En otras palabras, los ciudadanos hicimos lo que el Presidente debería hacer, según su protesta al acceder al cargo: cumplir y hacer cumplir la Constitución, no promover leyes inconstitucionales para dar vuelta a la Carta Magna.
Como decíamos cuando la marcha del 13N, esa movilización tuvo sentido porque antes de ella ocurrió la elección intermedia, el 6 de junio de 2021, y la ciudadanía asistió y decidió quitar la mayoría calificada a la coalición presidencial. Desde entonces, el Congreso le ha negado al Ejecutivo reformas constitucionales, y el Presidente ha reaccionado impulsando leyes que violan la Constitución. No puede haber evidencia más clara del desprecio que tiene López Obrador por las leyes, y el ansia infinita de poder que lo acompaña.
El plan B, como se ha dado en llamar a este paquete de leyes violatorias de la Constitución, me parece que será detenido por el Poder Judicial. Querrán entonces tomar control del Consejo General del INE, con la elección de tres consejeros, más la consejera presidenta. Después, buscarán quitarle recursos en el Presupuesto de 2024, pero para entonces es muy probable que López Obrador ya no tenga suficiente poder. Con todo, se negará a aceptar su derrota (porque es él quien va a la elección, aunque lo haga por interpósita persona). Tendremos un grave conflicto poselectoral, insisto, como el de Estados Unidos o Brasil, y veremos entonces qué ocurre.
A cada paso, se hace necesaria la participación de la ciudadanía. Para frenar el plan A, para frenar el plan B, y ya muy pronto, para construir la opción alternativa con la cual derrotar en 2024 la restauración autoritaria promovida por López Obrador. Es esa movilización ciudadana la verdadera oposición, pero para convertirse en opción electoral requiere de los partidos políticos. Conectar ambos mecanismos, eliminar las creencias en terceras vías y cerrar el paso a protagonismos inútiles requerirá atención constante.
Se trata de detener la restauración, primero, y después será el momento de la reconciliación y la reconstrucción. No podemos flaquear, serán 20 meses muy intensos.