El día de ayer, Joe Biden impuso aranceles a productos chinos. De acuerdo con su anuncio en Twitter, fue 25 por ciento en acero y aluminio, 50 por ciento en semiconductores y paneles solares y 100 por ciento a vehículos eléctricos. Lo hizo, dice ahí mismo, para evitar que China sea la potencia dominante, y asegurar el liderazgo estadounidense en esos productos.
Por la razón que sea, se trata de un paso más en el camino de la reducción del comercio internacional. Desde 2008, el volumen de comercio se ha reducido en comparación con el PIB mundial. Se trata de un fenómeno poco común, cuya última aparición inició en 1913 y terminó con la II Guerra Mundial. Se puede argumentar que uno de los factores que propició esa terrible época fue precisamente la reducción del comercio.
En economía, el libre comercio es siempre superior a las alternativas, sea al cierre total (autarquía) o al parcial (aranceles, cuotas, etcétera). Esto resulta de considerar como referencia el bienestar de los consumidores. Mientras más opciones haya disponibles, los consumidores estarán en mejor condición, porque podrán comprar más bienes a mejores precios. Los aranceles elevan artificialmente esos precios, provocando que la gente compre menos y, por lo tanto, reduzca su bienestar.
Sin embargo, el párrafo anterior deja de lado la otra parte de la ecuación. Para que los consumidores puedan comprar, es necesario que tengan dinero. Si un país quisiera importar de todo, y dejar de producir, se encontraría con el problema de no poder pagar. Para evitarlo, es necesario que los países exporten, para que con los ingresos de esas exportaciones puedan adquirir las importaciones. En consecuencia, si usted quiere medir el bienestar de los habitantes de un país, no se fije en las exportaciones, sino en las importaciones. Las primeras son un costo obligado para pagar las segundas.
Esto no es exactamente cierto en el caso de Estados Unidos, que tiene un ‘privilegio exorbitante’: es el dueño de la moneda de referencia. Ese país puede intercambiar todo tipo de mercancías por papel pintado, es decir, por dólares que puede imprimir a su antojo. Por eso no tenía mucho sentido económico lo que hizo Trump al iniciar la guerra comercial con China, y tampoco lo tendría la decisión de Biden. Cambia el panorama cuando el presidente del vecino país deja claro que el tema no es en absoluto económico, sino de liderazgo tecnológico.
Ahora bien, para entender el panorama completo, es necesario considerar el ‘modo asiático de producción’, el modelo con el que crecieron Japón, Corea y ahora China. No se trata de un esquema orientado a exportar, sino de uno que busca invertir lo más posible. Para hacerlo, es necesario empobrecer a la población, generando ahorro obligatorio, que es lo que se usa para financiar esa inversión. Puesto que la producción que resultará de esa inversión no la podrá consumir la población (porque empobreció), se tiene que exportar. Por eso parece que el modelo se centra en exportaciones, pero no es así.
El caso de China es ese modelo llevado al extremo, en buena medida porque las decisiones de inversión están concentradas en el gobierno (no en grupos empresariales, como en Japón y Corea). El resultado es que el costo de capital en China es cero, de forma que casi cualquier cosa que usted produzca resultará mucho más barata que en el resto del mundo. Esto es competencia desleal, sin duda, y frente a ello los aranceles tienen sentido. Si usted ve a su alrededor cientos de autos chinos, que se venden 20 o 30 por ciento más barato que su competencia, es porque en su producción se usó capital que no tuvo costo.
China apuesta a que con ese desequilibrio puede expulsar a su competencia en las industrias más dinámicas del momento. Estados Unidos ha decidido responder. Repetimos, con muchas variantes, lo que ocurrió hace 90 años. Esperemos que no sigamos el camino de entonces.