Quien logró por primera vez que México fuese tomado en serio fue Porfirio Díaz. Aunque la primera República logró un par de créditos británicos en 1824, eso ocurrió por la estrategia de aquel país de favorecer las independencias americanas para debilitar a España, y no porque tuvieran alguna esperanza particular sobre nuestro país. Esos créditos fueron pagados sesenta años después, por Porfirio, precisamente, quien además construyó un sistema financiero nacional, atrajo inversión y convirtió a México en un jugador real. Éramos entonces un país igual o más importante que Japón, en un mundo que tenía pocos países, y muchos imperios coloniales. Un pequeño grupo de empresarios logró ser exitoso en esa época.
La Revolución destruyó esa imagen, y la Gran Guerra modificó por completo el contexto internacional. Aunque Franklin Roosevelt tenía aprecio por Cárdenas, y su embajador, Josephus Daniels, era amigo cercano del Divisionario de Jiquilpan, México vuelve a ser considerado relevante a partir de los gobiernos civiles, que inician en 1946, y que establecen un nuevo arreglo interno: la inversión extranjera tenía que entrar disfrazada (para eso eran los prestanombres) y los negocios se compartían con los políticos. Fue ese arreglo, el capitalismo de compadres, lo que impidió que México se convirtiera en un país desarrollado. No se promovía al mercado, sino sólo a los negocios de los amigos; no se educaba en las escuelas sino para adoctrinar en la adoración de la Revolución, mito legitimador del grupo en el poder.
Pero también ese arreglo se vino abajo con la megalomanía de Luis Echeverría. A inicios de los ochenta, México era nuevamente un país de opereta. Tardamos diez años en lograr que se nos empezara a considerar, después de profundos ajustes financieros. Para que realmente creyeran en nosotros, se promovió un acuerdo con Estados Unidos y Canadá que garantizaba el funcionamiento del mercado reduciendo la discrecionalidad del gobierno. Ése era el objetivo del TLCAN: ofrecer a las empresas internacionales un marco institucional que no dependiese de los vaivenes políticos mexicanos. De rebote, le servía a empresarios nacionales, que forman el tercer grupo de grandes empresarios mexicanos: los aparecidos en el Porfiriato, los creados por el PRI y los que aprovecharon el NAFTA.
Ahora hemos vuelto a ser un país de opereta. Ya eso es irremediable, más allá de lo que ocurra en el próximo mes. No sólo se hace con la voluntad popular cera y pabilo, no sólo se impulsan cambios absurdos y peligrosos, tenemos un reparto de la corte de los milagros: las baladronadas presidenciales acerca de la soberanía y la injerencia extranjera, la ministra ignorante a la que le molestan los derechos de los demás, el menesteroso en la presidencia del Senado. Los empresarios creados por el PRI se sumaron gustosos a esta corte, y forman parte de ese arreglo caótico y lumpen que ahora tiene el poder hegemónico en México.
Ignoro si nuestra falta de seriedad actual nos lleve a perder el grado de inversión (considerando que abundan países similares) o a ser separados del T-MEC (por la desaparición de los órganos autónomos y la pérdida de autonomía judicial). No sé si seguirán pagando por ver en los siguientes meses o si preferirán esperar a 2026, y en la revisión ya programada del T-MEC nos creen un área especial, como las que existen para niños en algunos restaurantes.
Lo que sí sé es que para que el resto del mundo vuelva a creer en México se requerirán grandes esfuerzos y muchos años. Y también sé que el arreglo que ahora se impone, como el posterior a la Segunda Guerra Mundial, tiene como fin mantener el control del país, pero no lograr su desarrollo. Ya podemos considerar que hemos hipotecado algunas décadas, pero no sé cuántas.