Uno oye lo que quiere oír, y entiende lo que quiere entender. Si esto es cierto para todos los seres humanos, lo es más para quienes no están acostumbrados a escuchar. Viene a cuento por la llamada telefónica de los presidentes de México y Estados Unidos. De acuerdo con la Presidenta de México, se informó a Trump de lo que se viene haciendo en México con respecto a los migrantes. De acuerdo con Trump, se le prometió hacer lo que no se ha hecho.
Al respecto, hay un claro avance frente a la carta, estilo el viejo gobernante, que se presentó a medios antes de enviarse al destinatario, y la llamada telefónica. Eso de usar datos para convencer al vecino, cuando no se aceptan datos para lo doméstico, no tiene mucha defensa. Pero, además, considerando al vecino, tampoco tiene sentido.
Era mejor llamar desde el principio, aun considerando que cada uno se quedaría con su propia interpretación de lo comentado. Por eso, el comentario público de la mandataria local descalificando lo que entendió el otro es algo absurdo. Se trataba precisamente de que nadie entendiera nada, sino lo que quería entender. Como dice el viejo cuento, ¿para qué seguir hablando si ya había vendido el camello?
El ardid de Donald J. Trump del lunes pasado era muy evidente. Amenazaba a Canadá y México con aranceles extraordinarios, a menos que propusiesen soluciones a los problemas que él considera más importantes: migración y seguridad. Los gobernantes de los dos países amenazados, telefónicamente, le dieron satisfacción. Ofrecieron lo que ya hacen, pero como si lo fuesen a hacer, o al menos así lo entendió el energúmeno naranja, y eso era lo importante.
Trump buscaba dar un primer susto que le permita tener una posición ventajosa en las negociaciones que iniciarán cuando llegue formalmente a la Presidencia. Negociaciones que tienen que ver con seguridad, migración, comercio, pero que al final dependen de cómo Trump puede responder a sus votantes. Ganó diciendo que los otros no resolverían esos problemas, de forma que él debe dar la apariencia, al menos, de que avanza en ellos.
Para lograrlo, puede de verdad expulsar cientos de miles de personas, tal vez millones; puede lanzar ataques directos a donde él cree que están los cárteles, o expedir sanciones al sistema financiero mexicano, incluyendo las remesas; puede rechazar la renegociación del T-MEC argumentando las amplias violaciones de México al acuerdo. Cada una de esas decisiones puede resultar en un daño severo al funcionamiento de nuestro país.
Para evitarlo, sería necesario que hubiese un frente común, como el que sugeríamos hace días. No un grupo de empresarios, ni los políticos del grupo hegemónico. Se requiere una coalición muy amplia, incluyente, binacional, que no se limite a lo que ese grupo hegemónico entiende, que es muy poco.
Eso, sin embargo, parece ir en contra de lo que el gobierno mexicano está dispuesto a encabezar. Como decíamos al inicio, ni el gobierno de acá, ni el de allá, se caracterizan por su capacidad de escuchar a los demás. Ni entre ellos se oyen, menos aún a los que desprecian.
Pero el futuro de las dos naciones, o las tres, si nos olvidamos del desprecio canadiense de los últimos días, no depende de una sola elección, ganada por los pelos (aunque parezca abrumador el resultado). La mitad de los mexicanos no coincide con la propuesta de su gobierno; la mitad de los estadounidenses no coincide con el suyo. Dinamitar la región más poderosa del mundo nada más por cuidar personas con serias deficiencias emocionales, no es aceptable.
Hay tiempo para construir las coaliciones, para realmente definir la estrategia norteamericana. No se puede dejar en manos de interlocutores telefónicos que no escuchan.