La llegada de la temporada navideña trae consigo un masivo intercambio de regalos en el que participan, en diferente grado y según las posibilidades individuales, prácticamente todos los miembros de la sociedad.
Por mucho tiempo, los economistas han debatido sobre las implicaciones de los regalos. Específicamente, la teoría económica “predice” que, ante una elección entre un obsequio en especie y uno en efectivo por el mismo valor, el consumidor tendería a preferir el segundo.
La razón de lo anterior es simple: el efectivo permite a las personas elegir la combinación de bienes de acuerdo con sus gustos y, por tanto, en principio, alcanzar una mayor satisfacción respecto a la situación en que dejaran la decisión a otros.
Una consecuencia de esta “predicción” consiste en que los regalos pueden generar un desperdicio de recursos, evitable sin afectar a ninguna de las partes. Esta ineficiencia se deriva de la posibilidad de que, para el mismo nivel de satisfacción proporcionado por los obsequios, el donador podría gastar menos si dejara al beneficiario escoger sus propios bienes.
El problema que enfrenta el donante es el conocimiento imperfecto de los gustos del destinatario. Entre más conozca el donador al receptor, como en el caso de familiares y amigos íntimos, más cerca podría llegar a reproducir la elección de éste. Sin embargo, el riesgo de equivocarse es extenso. Todos hemos tenido la experiencia con presentes redundantes, como un libro que no nos interesa o un suéter que no nos agrada.
En 1993, el economista Joel Waldfogel buscó cuantificar la posible pérdida de bienestar derivada de la explosión de regalos navideños en Estados Unidos, a partir de dos encuestas realizadas a estudiantes universitarios de ese país.
Las encuestas pedían a los alumnos estimar el costo de los obsequios que habían recibido en la Navidad anterior y, excluyendo cualquier consideración afectiva, asignarles un valor subjetivo, preguntando, respectivamente, cuánto estarían dispuestos a pagar por los regalos, si no los tuvieran, y cuál sería el monto monetario que los haría indiferentes entre el regalo y el efectivo.
Ambos ejercicios buscaban capturar la brecha entre el costo y el valor atribuido de los obsequios. Una diferencia positiva reflejaría una pérdida de bienestar, y una negativa, una ganancia.
Con base en la información obtenida, Waldfogel estimó una pérdida equivalente a entre una décima y un tercio del costo de los regalos navideños. Esta “destrucción de valor”, si se extiende a nivel país, podría resultar monumental. Utilizando los datos del gasto nacional de regalos navideños en 1992, el autor estimó el probable desperdicio entre cuatro y trece mil millones de dólares para Estados Unidos.
Las consideraciones anteriores no parecen dejar bien parados a los economistas. Los regalos en especie para múltiples ocasiones, no sólo Navidad, configuran una larga tradición en virtualmente todas las sociedades. Su prevalencia debe obedecer a causas que trascienden las aludidas.
En las relaciones sociales, el efectivo, aunque eficiente, no es una forma muy utilizada de obsequio. Si bien existen instrumentos como las tarjetas de regalos redimibles en ciertos establecimientos, éstas difícilmente son dinero. Además, a los obsequios se les suele quitar la etiqueta del precio. Asimismo, sería imposible pensar que, en una propuesta matrimonial, la novia preferiría el efectivo equivalente al anillo de compromiso.
El modelo teórico descrito es válido como abstracción del comportamiento individual. Su conclusión es potente, puede servir para tener en cuenta cuando uno se dispone a regalar algo, pero su alcance es limitado. En los obsequios, el punto no es la eficiencia sino el valor social que conlleva, el cual rebasa lo pecuniario.
En particular, los regalos son más que meras “cosas”. Constituyen una forma de expresión de sentimientos y valores hacia otras personas: implica que les tenemos aprecio y que esperamos agradarlas con un toque de sorpresa.
Además, los obsequios tienen una significativa aportación comunitaria, al fomentar los nexos sociales y la confianza, que son prerrequisitos de la convivencia pacífica e, inclusive, del funcionamiento de la economía.
Por ello, resulta lógico que durante los treinta años desde el trabajo pionero de Waldfogel, los estudios que han buscado medir la posible pérdida social de los regalos navideños, incorporando diferentes metodologías y la posibilidad de consideraciones afectivas, no permitan llegar a un consenso, al encontrar varios de ellos una ganancia en bienestar.
Como economista, deseo a todos una feliz Navidad y que disfruten la maravilla de los regalos, los cuales, entre otros efectos, nutren la armonía social. Más que en mucho tiempo, hoy México la necesita ampliamente.