Desde su nacimiento, el Instituto Federal Electoral, hoy Instituto Nacional Electoral, ha cumplido el mandato constitucional de integrar órganos ejecutivos con personas calificadas para la organización de elecciones auténticas, creíbles y confiables, que logran permanencia en sus cargos, con base en su desempeño y en una capacitación constante que los ha convertido en piedra angular del INE y, poco a poco, de los institutos locales electorales. Son la principal garantía de profesionalismo a favor de la democracia, sus brazos y piernas, que serán cercenadas como efecto directo de la reciente reforma electoral.
En efecto, los nuevos contenidos de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales señalan que, en ningún caso, se considerará que las funciones que realiza el personal del INE suponen un trabajo especializado o técnico calificado que impliquen una excepción a los límites salariales establecidos en la fracción II del artículo 127 constitucional.
Más allá de la discusión sobre las percepciones de los trabajadores de la institución, hay que aclarar que no se trata de consejeros electorales ni de directores ejecutivos, sino del personal que implementa todas las tareas que implican los procesos electorales, las consultas populares, la revocación del mandato y muchas otras actividades. Pese a ello, la modificación legislativa incumple el mandato constitucional y sin mayor argumentación considera que dicho personal no realiza un trabajo especializado o técnico calificado, desconociendo tres décadas de perfeccionamiento del más sólido servicio civil de carrera electoral en América Latina.
La reforma desconoce la cualidad de especialización exigida por la constitución y demostrada plenamente en los hechos. De un plumazo niega que la esencia del Instituto, como órgano autónomo del Estado mexicano, requiere personal capacitado en materia electoral, que domine los temas, áreas y sistemas institucionales que hacen posibles los procesos electivos con altos niveles de calidad en nuestro país.
Sabemos que la complejidad que impone la normativa vigente para organizar un proceso electoral en México justifica la profesionalización de las personas que los organizan. La historia reciente demuestra que las elecciones no pueden encargarse a órganos con funcionarios improvisados. Los resultados más favorables a nuestra democracia se han obtenido con estructuras calificadas en su desempeño.
A contracorriente, la reforma mutila al servicio profesional electoral, ordena la supresión del 84 por ciento de las plazas que lo integran y, por esa vía, cancela las garantías de seguridad y certeza que este personal ofrece desde hace tres décadas en la organización de las elecciones. Conforme a los artículos transitorios de la nueva ley, la severa reducción de personal, la compactación de áreas y el ajuste a la normatividad reglamentaria del INE deberán concluirse, a más tardar, en los primeros días de agosto.
Es tiempo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para restablecer los principios constitucionales que estructuran a nuestro sistema electoral. Son instancias que hoy son objeto de ataques permanentes del presidente que, olvidándose de su carácter de jefe de Estado y de su responsabilidad de generar condiciones para la unidad nacional, ha desatado una absurda campaña en contra de la ministra presidenta que genera irracionales reacciones sociales como las que vimos en el desangelado acto del 18 de marzo.