Poco se ha dicho sobre la decisión de eliminar los subsidios otorgados por el Sistema Nacional de Investigadores a los profesionales adscritos al programa a través de organizaciones privadas, particularmente institutos y universidades. Desde hace más de 20 años, investigadores del sector privado podían acceder al sistema para gozar de un pago mensual que les permitiera dedicar tiempo a las labores de estudio e investigación en diversos campos.
La figura no es ajena a lo que sucede en las economías más importantes en estos rubros. Entendiendo la relevancia que tiene la participación de universidades y centros de investigación del sector privado, se destinan recursos al apoyo de sus tareas como parte del ecosistema diseñado para crear un ambiente favorable a la producción de ciencia y tecnología.
La decisión no es aislada, sino que se suma a las determinaciones adoptadas por el Ejecutivo federal para suprimir los fideicomisos de apoyo al arte y la ciencia, y la disminución de recursos al Conacyt y otros fondos orientados a este propósito. De esta manera, del exiguo 1 por ciento del PIB que destinábamos a ciencia y tecnología estaremos bajando al medio punto porcentual, frente a los 4 y 5 por cientos de otros países ‘obsesionados por crecer’.
Más allá del trato discriminatorio que supone la exclusión de algunos y la permanencia de otros en el sistema nacional, la medida atenta contra la operatividad del modelo de triple hélice, que pretende una colaboración armónica entre instancias oficiales, universidades e industria, en la búsqueda de la necesaria vinculación para la creación de de nuevas soluciones técnicas. Es un grave error de cálculo pensar que los institutos oficiales pueden aportar el total de estas tareas, ya que existen algunas del sector privado que son especialmente competentes en ciertas áreas. De hecho, la propia colaboración entre universidades se verá afectada, que era ya un renglón que ofrecía resultados concretos.
Si revisamos los números de patentes presentadas por mexicanos en los últimos 10 años, veremos un crecimiento lento pero sostenido en la creación de tecnología jurídicamente protegible, proveniente del clúster de software de Jalisco y de universidades como la de Guanajuato y el Tec de Monterrey. El grave riesgo es que, afectando la precaria infraestructura de investigación que se ha logrado construir, se pierdan estas tendencias que tardamos tantos años en generar.
En la visión del México de los años setenta se pretendió regular la transferencia de tecnología para ‘forzar’ que las empresas extranjeras efectivamente trasladaran sus saberes a las nacionales, y se evitaran pagos de regalías injustificados. Si el medio estuvo errado, al menos la conciencia de la trascendencia del poder que otorga la posesión de tecnología era premonitoria. Hoy, a la luz de los hechos, podemos pensar que hemos claudicado de esa idea y que hemos abandonado la arena de la competencia.
En un mundo que claramente se mueve de manera vertiginosa de la manufactura a la ‘mentefactura’, eliminar piezas clave del tablero de producción de ciencia y tecnología acusa falta de visión de futuro. No solo porque estamos renunciando a insertarnos en una economía que premia el conocimiento, sino porque nos estamos ubicando en una posición en la que no podremos descifrar nuestro rol en un mundo que será completamente diferente en muy poco tiempo. Nos estamos volviendo irrelevantes por decisión propia, lo que claramente es un contrasentido.