Existen diferentes indicadores para medir la eficacia de los sistemas protectores de la propiedad intelectual en un país, desde el número de patentes o marcas tramitadas hasta las regalías producidas por la explotación comercial de los derechos objeto de tutela. Sin embargo, muchos pensamos que la verdadera fuerza de un sistema de este tipo sólo se acredita en la medida en la que es capaz de prevenir y erradicar prácticas graves de competencia desleal. De muy poco sirve contar con el reconocimiento de un derecho, sea un certificado o un registro, si el uso exclusivo que promete otorgar no es respetado por terceros y si no existe un mecanismo procesal para remediar su violación. En la afectación caben todos, entre otros, Pymes mexicanas que frenan su crecimiento cuando son copiadas impunemente.
La piratería en nuestro país tiene nutridos antecedentes que han permitido su arraigo en nuestro mercado. La tolerancia a la informalidad le da sustento; el contrabando la alimenta; los consumidores la alientan con sus compras; la inexactitud de leyes la cobija y la inmovilidad de las autoridades la fomenta. Las piezas se conjugan para construir el escenario de mayor deterioro que hemos vivido en los últimos tiempos ante la compleja problemática. No existe peor indicador que un titular que renuncia a defender sus derechos.
La unidad antipiratería de la FGR, principal responsable de la respuesta oficial para prevenir y contrarrestar esta clase de delitos, ha disminuido sensiblemente decomisos y detenciones, al menos desde hace una década. La mayor actividad de confiscación de productos se desprende de los filtros aduaneros, como parte de la vigilancia rutinaria a la que cualquier importación debe ser sometida, pero sin un programa real de capacitación, mejoramiento y medición de resultados. De hecho, serios problemas enfrentan las aduanas para el manejo de mercancías decomisadas, para su almacenamiento y su destrucción.
Más allá de conclusiones verificadas sobre los efectos tóxicos que las conductas de competencia desleal provocan en los mercados, en términos de pérdida de plazas formales de trabajo, cierre de empresas legalmente constituidas y evasión de impuestos, existen muchas otras graves consecuencias poco ponderadas. Entre otras, los daños serios a la salud de los consumidores en productos de baja calidad como medicinas, bebidas alcohólicas, refacciones automotrices y productos eléctricos, así como el hecho de que la puerta de entrada a las redes de distribución de falsificaciones suele ser el delito de primer contacto para muchas personas que de ahí escalan a otras actividades criminales.
Si bien el IMPI no es una autoridad que tenga respaldo policial para operativos de gran calado, es claro su papel estratégico como líder ‘moral’ de la lucha contra la piratería, a través de la coordinación de otras autoridades y de los propios titulares de derechos en las industrias más afectadas. Además, la parte más importante de una campaña permanente contra este cáncer económico descansa en la comunicación. Que no exista duda en los mensajes de la autoridad, que la violación de derechos de propiedad intelectual es un robo que defrauda a los consumidores y daña la competencia. Por esos motivos, tiene el IMPI esta trascendental tarea que perseguir en esta nueva etapa.