En el día de su toma de posesión como presidente de la República (que no de México), Andrés Manuel López Obrador dibujó, con ese lenguaje tan suyo, un mural de la historia reciente de México. Casi como Rivera o Siqueiros, dejó en claro, con brillantes colores, quiénes eran los buenos y quiénes los malos en la –suya- realidad contemporánea. No cambiaron los personajes ilustrados por los grandes muralistas, pero el trazo fue tropical y maniqueo; simple. El rencor de clase volvió a escena: el neoliberalismo -el nuevo porfiriato para el presidente-, fue el culpable de todos los males que devoran al país.
Después, el presidente reafirmó el discurso de los grandes pintores: los jueces, la clase ilustrada, la aristocracia, la prensa vendida, los culteranos, los empresarios (curioso que no ha metido en el costal a los jerarcas de la Iglesia) son cómplices, cuando menos, de la grosera ofensa contra el pueblo, bueno y sabio. Otra vez la semántica melodramática de santos contra demonios; tan posrevolucionaria, tan agotada.
El discurso del presidente no está dirigido a la República sino a sus votantes, muchos de ellos jóvenes que no conocieron los errores de dos sexenios letales: el de Luis Echeverría y el de José López Portillo. Jóvenes que no vivieron los años de la hiperinflación y las rudas negociaciones con el FMI, el Banco Mundial y la entrada al GATT. Jóvenes que crecieron, sin darse cuenta, con las bondades del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Esas nuevas generaciones han encontrado en el discurso lopezobradorista un enemigo identificado: sus mayores, a los que ven como privilegiados por sus salarios y sus prestaciones. El presidente vende la idea de que los mayores, los neoporfirianos, abusan de la causa: estudian afuera para aprender mañas, se han beneficiado de préstamos de la instituciones financieras del Estado y comen, los muy insensibles, frijoles sin gorgojos.
El nuevo discurso divide a la Nación. Ellos y nosotros. Ellos contra nosotros. El empedrado camino de la Ilustración ha dejado muy en claro que el empleo de un lenguaje milenarista y escatológico corrompe profundamente las relaciones de convivencia entre los pueblos y aquí el plural juega un papel destacado. No habrá concordia, ni reconciliación si el presidente juega el desafortunado papel de la intriga: cree (sus actos son de fe) que hará la transformación sobre los andamios (construidos con los huesos de los privilegiados) de la pobreza y la austeridad para satisfacer la exigencia de sus fieles. Se olvida que las sustancias primordiales de la República son los ciudadanos, todos los ciudadanos. Históricamente, el rencor y los enemigos identificados han propiciado fracturas irreversibles en varios países (Italia, Alemania, España, Chile y el Estados Unidos de Donald Trump). Habrá que recordarle al presidente que, como dice Peter Sloterdijk, todos vamos en el mismo barco.