El asesinato de al menos seis migrantes el primero de octubre de 2024, el mismo día en que la nueva presidenta de México asumía su mandato, expone con crudeza la violencia que enfrentan quienes atraviesan el país en busca de una vida mejor. Estas muertes, ocurridas en medio de una jornada de celebración política, reflejan el rotundo fracaso de las políticas de seguridad y migración en México. Las rutas migratorias, que deberían ser caminos de esperanza, se han transformado en campos de batalla donde miles de vidas penden de un hilo.
La crisis migratoria en México no es reciente. Desde la masacre de San Fernando, Tamaulipas, en 2010, cuando 72 migrantes fueron brutalmente asesinados, la violencia contra esta población ha sido una constante. Lejos de disminuir, se ha intensificado. En 2012, en Cadereyta, Nuevo León, 49 cuerpos mutilados volvieron a mostrar el desprecio hacia la vida de los migrantes. A más de una década de estos crímenes, las tragedias siguen repitiéndose, sin que haya una respuesta efectiva del Estado.
Lo que ha cambiado es la sofisticación de la crueldad. La militarización de las fronteras y rutas migratorias, bajo el pretexto de la ‘seguridad nacional’, no ha frenado la violencia; al contrario, ha expuesto a los migrantes a mayores riesgos. Esta estrategia ha convertido a estas personas en presas fáciles para los cárteles, redes de tráfico humano y, en ocasiones, las mismas autoridades que deberían protegerlas. La criminalización de los migrantes, lejos de ofrecerles seguridad, los ha hecho aún más vulnerables al abuso, la explotación y la muerte.
Decenas de miles de personas cruzan México cada año con la esperanza de un futuro mejor. Para muchas de ellas, ese trayecto se convierte en una pesadilla. Los asesinatos, secuestros y extorsiones que sufren no son accidentes aislados ni incidentes fortuitos. Son el resultado de un sistema profundamente fallido que deshumaniza a los migrantes, reduciéndolos a cifras o a víctimas anónimas. En este sistema, la complicidad de las autoridades —ya sea por acción o por omisión— es innegable.
Un ejemplo reciente de esta crisis ocurrió en marzo de 2023, cuando un incendio en una estación migratoria en Ciudad Juárez dejó 40 migrantes muertos. Las desgarradoras imágenes de personas atrapadas tras las rejas, sin recibir ayuda, desataron la indignación internacional. Sin embargo, esta tragedia no fue un evento aislado, sino el reflejo de una institucionalidad profundamente indiferente. El Instituto Nacional de Migración (INM) ha sido señalado repetidamente por corrupción y colusión con grupos criminales. En vez de ofrecer protección, frecuentemente expone a los migrantes a peligros aún mayores. La militarización de las fronteras no ha logrado detener la violencia, sino que ha convertido a los migrantes en objetivos tanto del crimen organizado como del propio Estado.
Las respuestas oficiales ante estas tragedias han sido insuficientes. Declaraciones vacías y el retiro de unos cuantos soldados responsables no son soluciones reales. La impunidad sigue siendo la norma. A más de una década de la masacre de San Fernando, la justicia para las víctimas y sus familias sigue siendo una deuda pendiente. En México, la impunidad alimenta la violencia.
¿Qué se necesita para detener esta espiral de violencia y desprecio? No más militarización. No más comunicados vacíos. No más falsas promesas. México necesita una transformación profunda y radical de su sistema migratorio y de seguridad. Es urgente que las instituciones adopten un enfoque humanitario, que reconozca la dignidad y los derechos de cada migrante. Estas personas no son amenazas ni cargas; son seres humanos que merecen vivir libres de violencia y explotación.
El país debe asumir su responsabilidad compartida en esta crisis. Las políticas públicas deben priorizar la protección de los derechos humanos y establecer rutas seguras para la migración. Además, es crucial combatir la corrupción institucional que permite la perpetuación de estos crímenes. Los responsables, tanto del crimen organizado como de las autoridades cómplices, deben ser llevados ante la justicia, sin excepción.
El tiempo de la indiferencia ha terminado. México no puede seguir siendo testigo pasivo de masacres recurrentes, ni puede continuar siendo cómplice de ellas. Cada migrante asesinado, cada vida truncada, es una prueba del colapso de un sistema que ha fallado y sigue fallando. Si el gobierno no actúa ahora, será parte de una historia de tragedias interminables.
Este es un llamado urgente a la acción. No solo para honrar a quienes han perdido la vida, sino para prevenir futuras tragedias. Las vidas de los migrantes no son desechables. Cada vida cuenta, y es responsabilidad de todos —gobierno, sociedad civil y ciudadanos— romper con el ciclo de violencia, indiferencia e impunidad que ha definido la política migratoria de México durante demasiado tiempo.