Antes del Fin

Deportados al olvido: la gran prueba para México

México está ante una oportunidad histórica: transformar la atención a los deportados en un modelo que demuestre al mundo su capacidad de cuidar y valorar a su gente.

En las intersecciones del poder global y la fragilidad humana, pocas historias son tan reveladoras como la de los deportados mexicanos. Son el espejo de una doble indiferencia: la de Estados Unidos, que los expulsa de una economía que ayudaron a construir, y la de México, que no logra recibirlos con la dignidad y el respeto que merecen. Este flujo migratorio no es un fenómeno nuevo, pero sí una deuda histórica que el Estado mexicano aún no ha saldado.

En 2024, más de 190 mil mexicanos fueron deportados desde Estados Unidos, de los cuales el 90% fueron dejados en ciudades fronterizas como Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez y Reynosa. Estas ciudades, marcadas por altos índices de violencia y limitaciones estructurales, se han convertido en espacios de vulnerabilidad para quienes regresan al país con poco más que lo puesto. Las deportaciones, realizadas mayoritariamente en la madrugada, dejan a los connacionales en el momento más riesgoso del día, enfrentando peligros que ningún sistema debería tolerar.

El Instituto Nacional de Migración (INM) asegura operar un sistema de 11 módulos de repatriación en estas zonas fronterizas, ofreciendo servicios básicos como agua, alimentos, asistencia médica y orientación para su traslado. Pero la operatividad de estos módulos es limitada: sus horarios de atención no coinciden con los flujos de deportación, y los intentos por obtener información a través de números oficiales, como el 800 004 6264, se convierten en un laberinto de grabaciones automáticas y extensiones que pocos pueden descifrar. Esta desconexión no solo refleja ineficiencia, sino una falta de empatía hacia quienes más lo necesitan.

El verdadero desafío, sin embargo, no está en la recepción, sino en la reintegración. Estos deportados no solo regresan a un país que muchas veces les es ajeno tras años, o incluso décadas, en el extranjero; también enfrentan un sistema que carece de las herramientas necesarias para ayudarlos a reconstruir sus vidas. No existe un registro nacional confiable que permita rastrear sus perfiles, necesidades o estados de origen. Sin datos, cualquier esfuerzo de reintegración es meramente simbólico.

Las preguntas frecuentes

¿Cómo se coordina un sistema interinstitucional si no hay diálogo efectivo entre los niveles de gobierno? ¿Cómo garantizamos la inclusión social de los deportados si ni siquiera sabemos cuántos son ni cuáles son sus necesidades específicas? ¿Y qué mensaje envía México al mundo cuando no logra cuidar a sus propios ciudadanos?

Más allá de la logística, la narrativa oficial enfrenta otra contradicción: mientras México celebra las remesas que estabilizan su economía —más de 60 mil millones de dólares anuales, aportados en gran parte por quienes migraron al norte—, la respuesta institucional hacia los deportados es, en el mejor de los casos, insuficiente. ¿Qué sucederá, entonces, con nuevas iniciativas como el botón de pánico anunciado para migrantes en peligro? Si el sistema actual apenas puede garantizar un recibimiento digno en los puntos fronterizos, ¿cómo podemos esperar que herramientas más ambiciosas funcionen de manera efectiva en un país que los rechaza?

Una prueba de liderazgo

La migración no es solo un asunto de política exterior; es una cuestión de justicia social y soberanía. México está ante una oportunidad histórica: transformar la atención a los deportados en un modelo que demuestre al mundo su capacidad de cuidar y valorar a su gente.

Esto no es solo un reto técnico, sino una prueba de liderazgo para la presidenta de la República. Se necesita algo más que discursos o programas fragmentados; se requiere una visión de Estado que articule soluciones inmediatas y estructurales:

1. Un registro nacional de deportados. Este instrumento no solo facilitaría la reintegración, sino que permitiría diseñar políticas públicas basadas en datos reales.

2. Ampliación de los módulos de repatriación. Estos deben operar en horarios alineados con las deportaciones y estar equipados con personal capacitado y recursos suficientes.

3. Programas integrales de reintegración. Desde acceso al empleo y revalidación de estudios hasta iniciativas para el desarrollo económico en las comunidades de origen, la reintegración debe ser una prioridad estratégica, no una medida reactiva.

Antes del fin

La atención a los deportados no es solo un deber moral; es una oportunidad económica, social y política. Estos connacionales no regresan como una carga, sino como personas con habilidades, experiencias y resiliencia que pueden enriquecer sus comunidades si se les brinda el apoyo necesario.

México tiene ante sí una gran prueba. No se trata solo de corregir las fallas de un sistema que ha operado con indiferencia durante demasiado tiempo. Se trata de demostrar que, frente a uno de los desafíos más complejos de nuestra era, es posible construir un modelo que priorice la dignidad y los derechos humanos.

Presidenta, el tiempo de las promesas ha pasado. Los deportados no pueden seguir esperando. La historia no juzgará la magnitud del desafío, sino la grandeza de la respuesta. Y hoy, más que nunca, México necesita una respuesta a la altura de su gente.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

COLUMNAS ANTERIORES

La jaula de migrantes: una crisis de identidades ignoradas
El regreso del miedo: Trump, la sociedad y el péndulo narrativo de EE. UU.

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.