Trópicos

Lágrimas en el desierto

Históricamente, miles de indocumentados han cruzado la frontera entre México y EU, bajo las inmisericordias de los ‘polleros’ o ‘coyotes’, explotadores de quienes poco tienen.

Ella supuso que sería fácil cruzar el camino. Se fijó una meta: reencontrarse con su esposo para celebrar el cumpleaños número ocho de su hijo, a quien llevaba consigo casi en hombros. Se subieron a un autobús en la Ciudad de México, una noche de julio, rumbo a la frontera con Estados Unidos. La joven tiene 25 años.

Históricamente, miles de indocumentados han cruzado la frontera entre México y Estados Unidos, bajo las inmisericordias de los ‘polleros’ o ‘coyotes’, explotadores que azuzan y exprimen los ahorros y vidas de quienes poco tienen. Adoradores de la pobreza ajena y del miedo que provocan grupos criminales, que en América Latina se han apoderado de bastos territorios.

La joven de 25 años dejó su pueblo en el Estado de México, a pesar de que recibía remesas mensuales de su esposo, que hacía un año abandonó México para nunca regresar. Los migrantes ilegales saben que si logran pisar tierra estadounidense sanos y salvos, el siguiente paso es perpetuarse en una especie de limbo que se vive entre la obtención de los dólares y la distancia de sus orígenes. Asumen de antemano que, sin papeles, regresar a México es regresar al pasado, a la escasez, al fracaso.

Él se dedica a la construcción, como miles de indocumentados. Su mano de obra barata e ilegal, al mismo tiempo, significa seguir construyendo la boyante economía estadounidense. Juego cínico que ha practicado el gobierno “gringo”: mientras se hacen que no los ven, dejan que sigan erigiendo sus rascacielos y colonias de lujo; les complican su permanencia legal, pero al mismo tiempo, explotan sus talentos.

Por amor a su marido, ella dejó también su pequeño negocio y a sus otros amores, su familia compuesta por su padre y varias hermanas. Sus sentimientos profundos la cegaron ante las advertencias de no arriesgar su vida bajo las adversidades extremas de cruzar la frontera, y de esos que comercian con las esperanzas de los más necesitados.

Tuvieron razón, la ilusión y desasosiego de la joven de 25 años se topó de golpe con la durísima realidad. De pronto, de un momento a otro, su cuerpo comenzó a vivir una tortura. Después de depositar su confianza y dinero en los ‘coyotes’, el suplicio fue en aumento. La primera señal fue sentirse hacinada entre decenas de migrantes en falsas casas de seguridad a la espera del pitazo nocturno que les llevaría a cruzar, sujetos a objetos flotantes, el río Bravo, y después, andar durante kilómetros, por el desierto. Para los ‘polleros’ hay una máxima, si alguien se queda en el camino, lo abandonan, pues no pueden arriesgar a los demás de ser detenidos.

La segunda señal fue en el desierto. Ella comenzó a sentir mareos, debilidad en diversas partes del cuerpo, escalofríos. Le faltaba aire y sabía que algo andaba muy mal dentro de sí. No obstante, aún intentaba seguir el ritmo de los demás, apresurado y temeroso, junto con su hijo de la mano, ya le era imposible cargarlo. Cada kilo de más que cargaban, bajo esas condiciones, era el equivalente a una tonelada de piedras. Un paso más, otra tonelada y desfallecer. Por ello se van despojando de recuerdos, ropa, juguetes… el agua y la comida la van depositando en sí mismos.

La joven comenzó a sentir más mareos y nauseas. La vista se debilitaba y sus piernas respondían cada vez menos. La mirada de su pequeño hijo la ayudaba a recobrarse, hasta que no pudo más. Cayó en la dura y caliente tierra y el grueso del grupo continuó su camino a pesar del llanto de varias mujeres que gritaban horrorizadas por dentro. Estaba prohibido gritar, ya que podría alertar a los perros policías que probablemente se encontraban a la distancia, invisibles, pero al acecho. Para todos, todo estaría perdido.

No obstante, el hijo arrodillado y llorando, a lado de su madre desfallecida, fue intolerable para un grupo de mujeres que regresaron, después de 50 pasos, por él. El horror de quien pronto cumpliría ocho años, se quedó sembrado en sus ojos. Después de arrebatarlo de su madre, le hicieron seguir caminando. Su destino, de haberse quedado entre la sequedad del desierto, hubiera significado su muerte.

Cada kilómetro que avanzaba el grupo era uno más de esperanza, pero otro más de sufrimiento físico y emocional. Después de 20 kilómetros de donde dejaron a la joven de 25 años, llegaron al pequeño pueblo estadounidense. Los letreros en inglés y español, se mezclaban. El grupo que logró llegar sentía alivio y desconcierto, cansancio y desesperación. La pregunta que todos se hacían era ¿y qué sigue?

Abandonaron al niño de casi ocho años con la policía. Él, con palabras frías, cortadas, casi mudas, señaló la dirección donde se había quedado la madre desprendida de sí misma. Después de 2 horas, lo servicios forenses y la policía regresaron con varios cuerpos encontrados en el camino. El niño llevaba consigo el teléfono de su padre, a quien finalmente le llamaron. Llegó lo más pronto que pudo a la pequeña ciudad, desde Atlanta. Le entregaron al niño que llevaba dos noches en un albergue, y ambos lloraron ahogándose.

El padre comenzó a investigar dónde podría encontrar a su pareja. Le informaron que en una morgue estaba una mujer con una identificación con el nombre de su esposa, sí, la joven de 25 años. No obstante, no pueden concretar nada aún, hasta que los engranes de las burocracias de ambos países pudieran mostrar documentos oficiales para cotejar huellas, cicatrices, señas del frío cuerpo.

La familia en México sigue esperando noticias de su hija, de su hermana. Mientras tanto, aún guardan esperanzas.

El autor es periodista mexicano especializado en asuntos internacionales.

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