Andrés Manuel López Obrador ha transformado al país. Existe un México antes y otro después de él.
Tanto para detractores como para partidarios, resulta innegable que desde sus inicios como luchador social en la década de los setenta hasta su presidencia, el titular del Ejecutivo ha dejado una profunda impronta en la vida política, social, cultural y económica del país.
A diferencia de otros mandatarios, AMLO no solamente fundó un partido, sino también un movimiento, y en apenas poco más de 10 años, Morena, que lidera moral y operativamente, se convirtió en el instituto político que más triunfos ha tenido en nuestra corta vida democrática.
Antes de López Obrador, el PRI —fundado por Plutarco Elías Calles con las siglas de PNR en 1929— dominó la vida política, social y económica de México gracias a una estructura partidista que privilegiaba la disciplina y la militancia incondicional como garantías de ascenso.
El PRI se convirtió en cosa pública porque terminó por dominar la vida pública del país al grado de que el candidato propuesto por el tricolor se convertía indefectiblemente en presidente de la República. En esos tiempos el candidato necesitaba del PRI, de su estructura y de su poder. En el partido, las decisiones se tomaban entre los diferentes grupos como el hankismo, el Grupo Atlacomulco o los tecnócratas, y la estructura partidista decidía quién heredaba el poder, aunque ese liderazgo sólo duraba seis años. Una oligarquía con la fachada de democracia.
Con López Obrador esta lógica cambió. Su ideario político está imbuido de personalismo, una corriente filosófica originada en el periodo de entreguerras en Europa, que se centra en la persona, su libertad, su dignidad y su valor intrínseco. Sus máximas de “primero los pobres” y “nada humano me es ajeno” denotan la influencia de esta corriente alternativa al individualismo y al colectivismo y que pone a la persona como foco y punto de partida de cualquier acción.
En este sentido, la teoría personalista sostiene que las personas a menudo llamadas “grandes hombres” —como ya se le reconoce al presidente López Obrador— son los agentes de importantes cambios como la transformación de la vida pública del país.
En el sexenio que acaba, el modelo de democracia partidista que dominó casi todo el siglo XX quedó suplantado por una democracia personalista, en la que el principal asset es la popularidad del presidente López Obrador, pues él es quien consigue los triunfos de Morena. En esta democracia personalista todo gravita en torno a López Obrador, incluso la oposición perdida en el espacio y cuyo único proyecto fue el rechazo de todo lo que proponía AMLO. El presidente y su discurso ocuparon todo lo público como en su momento lo hizo el PRI.
Como todas las administraciones, la del presidente López Obrador —que concluye con una aprobación de 77 por ciento, según Enkoll— no está exenta de controversias. La suya ha sido una gestión de claroscuros, logros y polémicas, pero que políticamente rebasó su cometido, como demuestran los más de 35 millones de votos en las pasadas elecciones presidenciales, mayorías en las cámaras alta y baja y 24 estados gobernados por Morena.
A López Obrador no se le puede escamotear que durante su administración 5 millones de personas dejaron la pobreza; se registró un incremento histórico de los salarios mínimos; aumentaron las pensiones para adultos mayores; subió el ingreso per cápita; la tasa de desempleo llegó a sus mínimos históricos; sepultó al outsourcing; entregó una moneda estable que en algún momento se llegó a apreciar en 16.31 pesos frente al dólar.
Pero sobre todo hay que destacar el cambio indeleble que dio un giro a todo el panorama político y es que transitamos de una democracia partidista a una democracia personalista, en la que importan más las ideas del líder que la ideología del partido y el motor siempre fue, ha sido … y seguirá siendo Andrés Manuel López Obrador.
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