A dos meses de dejar la Casa Blanca, y luego de que durante dos años y medio regateó el apoyo a Ucrania y puso obstáculos a la entrega irrestricta de recursos y armamento, el presidente Joe Biden de un día para otro cambió la geopolítica.
Porque no es nada más la autorización para que Ucrania utilice misiles ATACMS de largo alcance contra Rusia. También es el uso de minas antipersonales —a pesar de las críticas de organismos internacionales— para frenar el avance de las tropas rusas y de presuntamente 11 mil soldados norcoreanos que operan en la región, así como la liberación del abultado presupuesto de alrededor de 61 mil millones de dólares aprobado por el Congreso estadounidense a principios de año para equipar a Ucrania con armamento. Todo eso en menos de una semana.
La jugada se puede ver en dos sentidos: por principio de cuentas, es una respuesta a las declaraciones del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, quien se jacta de que él podrá resolver la guerra en Ucrania en un solo día. Es como si Biden estuviera sembrando un camino lleno de trampas y dificultades a su sucesor. El otro sentido es que la administración del demócrata busca fortalecer a toda prisa a Ucrania para que ésta eventualmente negocie desde una posición de poder una “salida elegante” con Rusia.
Trump evidentemente no resolverá la guerra en Ucrania en un solo día, así como Vicente Fox no pudo mediar entre las dos Coreas, y en esta carambola geopolítica, a la larga, quienes más resultarán afectadas serán las naciones europeas, pues tendrán que negociar con un Putin envalentonado y legitimado internamente, a diferencia de los líderes de Europa, que tienen que rendir cuentas a una población cada vez más temerosa y harta de tener una guerra de dimensiones continentales y catastróficas en el traspatio.
Este vuelco ha convertido a la guerra en Ucrania en un laberinto sin salida, un conflicto que parece cada vez más enredado y difícil de desenmarañar. La reciente escalada de declaraciones bélicas coloca al mundo en un escenario de tensión en el que, como en los más oscuros tiempos de la Guerra Fría, se da (otra vez) un choque entre Occidente y Rusia, y que han convertido a Ucrania en el campo de batalla en el que prueban sus bravatas y armamento —al cierre de esta columna Putin respondía a taques con armas de EU y GB con “uno de los novísimos sistemas de misiles rusos de medio alcance”— sin que importen la crisis humanitaria y las repercusiones económicas en todo el mundo.
Este conflicto se ha vuelto tan intrincado porque representa una colisión de intereses geopolíticos de gran envergadura. No hay más. Rusia busca restaurar su esfera de influencia y asegurar sus fronteras, mientras que Ucrania aspira a integrarse en Occidente y consolidar su soberanía. Esta pugna de intereses ha polarizado a la comunidad internacional y ha dificultado la mediación.
La guerra en Ucrania ha desencadenado una carrera armamentística y una escalada militar que ha complicado aún más la búsqueda de una solución pacífica. El suministro constante de armas a Ucrania por parte de Occidente ha prolongado el conflicto y ha aumentado el riesgo de que se salga de control.
Además de la tragedia humana, la guerra en Ucrania ha tenido un impacto profundo en la economía global. Las sanciones impuestas a Rusia han perturbado las cadenas de suministro a nivel mundial, provocando un aumento en los precios de la energía y los alimentos. La inflación ha alcanzado niveles no vistos en décadas, y el crecimiento económico se ha desacelerado en muchas partes del mundo.
Las consecuencias humanitarias son devastadoras, las tensiones geopolíticas se agudizan y las perspectivas de una solución pacífica se desvanecen en el horizonte… aun con la llegada de Trump.
Sotto Voce
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