Las elecciones de ayer en Estados Unidos arrojan un primer saldo trágico: cuatro años en la Presidencia bastaron para que un populista autoritario y mentiroso, Donald Trump, envenenara el alma de su país.
A reserva de esperar los resultados finales, me quedo con las encuestas de salida: 34 por ciento de los votantes considera que Joe Biden es un presidente ilegítimo.
Es decir, un aproximado de 56 millones de estadounidenses creyó la gran mentira de Donald Trump, en el sentido de que él no perdió las elecciones y que éstas le fueron robadas por Biden.
La consecuencia de la mentira del fraude electoral es una sociedad polarizada y enfrentada.
Señalan las encuestas de salida que más de la mitad de los demócratas consideran “extremistas” a los republicanos. Y más de la mitad de los republicanos cree que los demócratas son “extremistas”.
Es la polarización en su máxima expresión, en un país donde la palabra extremista no se toma a la ligera: es sinónimo de terrorista potencial.
Nada es igual en Estados Unidos después de la presidencia de un hombre que se empeñó en dividir a la sociedad.
Falta el resultado de la votación misma, que se conocerá en los siguientes días.
El foco deberá ponerse en los 300 candidatos que puso Donald Trump, para entender cuál será el futuro del Partido Republicano, y de Estados Unidos.
De esos candidatos, hay 22 aspirantes a gubernaturas, 12 a secretarios de Estado y 10 a procuradores.
Si triunfan sus candidatos en esos puestos, el destino de Estados Unidos será sombrío, porque los secretarios de Estado tienen la llave de la calificación de las elecciones, e incluso la forma en que se cuentan los votos.
Trump no aceptó la derrota en 2020 y dividió a su país. Si ahora se queda con la candidatura republicana, tampoco va a aceptar la derrota en 2024.
La polarización que creó, y sus alfiles en las secretarías de Estado y en los gobiernos locales, pondrían a Estados Unidos en la disyuntiva de la guerra civil, el caos, o entregarle el mando al perdedor.
Adiós, pues, al país de leyes, democrático, con estabilidad política, sobre los que ha cimentado su grandeza y su liderazgo mundial.
A reserva del resultado, es decir, de cómo le vaya a los candidatos de Trump, esta incertidumbre se inserta en lo que parece ser un viraje global hacia opciones intolerantes, polarizadoras, anticientíficas, antiintelectuales y nacionalistas en el peor sentido de la palabra.
En no pocos países triunfan las opciones que usan la democracia para llegar al poder, y una vez ahí la anulan, destruyen los equilibrios, socavan las instituciones democráticas, cambian las reglas del juego para conservar el poder y cooptan al aparato militar. Parten en bandos irreconciliables a sus habitantes.
Los recientes resultados en Israel son una muestra de la tragedia: ganó una coalición de extrema derecha que rebasa cualquier fanatismo que haya gobernado ese país.
Netanyahu regresará al poder no obstante tener un proceso por corrupción abierto en su contra. Quienes lo llevaron al poder anunciaron reformas legales para que sus delitos no sean considerados como tales.
Viene la anexión total de Cisjordania y los nuevos gobernantes no sólo apuntan a los palestinos como enemigos, sino también a los árabes israelíes (21 por ciento de la población), que serán considerados terroristas potenciales. Para abajo los derechos de las minorías y golpe a quienes protegen sus derechos: Netanyahu comenzó su ataque a la Suprema Corte, a los medios de comunicación, a las instituciones independientes.
Todo ello, para preservar la “identidad judía”, que creen amenazada. La mitad de Israel grita “¡mueran los árabes!”.
Terrible fue el resultado de la segunda vuelta en Brasil, con Bolsonaro arriba de 49 por ciento, sólido, unido, en pie de lucha para desbaratar la débil coalición de Lula da Silva, cuya primera promesa de campaña que será puesta a prueba es la desmilitarización del país que emprendió el capitán Bolsonaro.
Brasil fue convertido en un país de dos bandos enemigos.
El antivacunas y depredador de la selva amazónica, porque “con Brasil nadie se mete”, copó buena parte de la administración pública con altos mandos militares: dos mil cargos de civiles los entregó a militares, según Folha de Sao Paulo. Ocho mil de acuerdo con Lula.
Deforestó 13 mil millas cuadradas de la selva amazónica, mandó al diablo los acuerdos internacionales de protección del medio ambiente y convirtió a Brasil en el “mejor aliado de Rusia en América Latina”, según Putin.
Bolsonaro, inmiscuido él y su familia en casos de corrupción, tiene al Ejército y al “tigre” para desestabilizar a Lula casi en el momento que lo desee. Sólo tomará unos meses de vacaciones, mientras sus partidarios exigen golpe de Estado y cerrar la Suprema Corte de Justicia.
Giorgia Meloni, de antecedentes fascistas, es la nueva primera ministra de Italia. Para preservar “la identidad italiana”, anunció que pondrá la flota de guerra de su país en el Mediterráneo y así impedir la llegada de migrantes. Que se ahoguen.
México vive un proceso de demolición del andamiaje institucional-democrático, mediante el vituperio procaz contra el árbitro electoral.
La campaña de demolición la encabeza el Presidente que llegó al cargo gracias a las reglas democráticas y a un INE profesional.
Palacio Nacional, hasta hace poco una casa abierta al diálogo en la pluralidad, hoy es un lugar cercado con barricadas de acero desde donde se insulta, estigmatiza y condena al que piensa diferente.
El Presidente ha convertido a México en un país de enemigos.
La derrota que acertadamente prevé el Presidente para 2024, se busca impedir desde ahora mediante un fraude electoral que parte del control del arbitraje de los comicios, más la campaña ilegal de los precandidatos del gobierno.
De la Primavera Árabe, donde florecería la democracia e igualdad de derechos, surgieron grupos de fanáticos que se quedaron con el poder. Son peores que sus tiránicos antecesores –salvo, quizá, Túnez–.
El mundo va mal. Por eso la importancia del resultado final en Estados Unidos: qué va a pasar con los candidatos de Trump.