Joseph Ratzinger protagonizó una de las maniobras políticas más geniales en la historia del papado, que nos ilustra por qué la Iglesia Católica tiene más de dos mil años de existencia.
Desde la prefectura de la Congregación de la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición), donde lo designó Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger sostuvo una lucha soterrada con la nomenklatura (la curia) vaticana, encabezada entonces por el secretario de Estado, Ángelo Sodano.
La curia es el poder real en la iglesia de Roma.
Pederastia y adoración al dinero, limpio y sucio, tienen ahí su centro de poder, desde donde se protegió a Marcial Maciel y el esquema fraudulento del Banco Ambrosiano.
La Iglesia, como los grandes transatlánticos, no puede realizar giros bruscos sin romperse. Antes de que ello ocurra, el capitán puede morir. Juan Pablo I es un ejemplo.
Recuerdo que cuando Ratzinger se bajó del coche para entrar al cónclave sucesorio de Karol Wojtyla, el lunes 18 de abril de 2005, le dijo a su chofer -devoto de la Virgen de Guadalupe-, a manera de despedida: “Sé que entro aquí, pero no sé si salgo vivo”.
La gran maniobra de Ratzinger partió de la base de que resulta imposible transformar a la Iglesia en un solo papado. El poder de la curia vaticana impedía a Benedicto XVI ir a mayor velocidad en el desmantelamiento de las redes de poder de la nomenklatura de Roma.
En su contra estaba, también, la biología.
¿Qué hizo entonces Benedicto XVI para dar continuidad al cambio (quitarle poder a la curia)?
Tomó una decisión política nacida de la sabiduría y la humildad: está bien, mis fuerzas tienen límites ante ese poder. Me hago a un lado, pero les dejo a mi sucesor.
Benedicto XVI operó su sucesión.
En los cónclaves en la Capilla Sixtina solo se vota. Una y otra vez. No hay discursos ni mayor interacción entre los cardenales. Se hospedan en habitaciones individuales en Domus Santa Marta (que lleva ese nombre en recuerdo a la mujer de Betania, hermana de Lázaro, en cuya casa se hospedó Jesús).
Para que se escucharan y conocieran los proyectos y diagnósticos de la Iglesia, el todavía Papa Benedicto organizó reuniones amplias, con la asistencia de todos los cardenales, previas al cónclave.
Y desde años atrás fue designando cardenales a obispos con un perfil diferente a los sembrados por el poder de la curia.
Le puso la sucesión en bandeja al cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, el actual Papa Francisco.
Así doblegó Ratzinger a la nomenklatura vaticana.
Y el papado de Benedicto XVI no se entiende sin Juan Pablo II, como tampoco habría llegado Wojtyla a la silla de Pedro sin la colaboración de Ratzinger.
Wojtyla y Ratzinger formaron una alianza triunfadora sobre la curia y sobre los cardenales italianos que por siglos ocuparon el papado.
A la muerte de Juan Pablo I, dos cardenales italianos (Siri y Benelli) se dividían las preferencias. La curia estaba dividida. Esa fractura fue bien aprovechada por dos cardenales europeos con peso político y económico: el austriaco Franz Koëning y el alemán Joseph Ratzinger, veterano del Concilio Vaticano II.
Koëning y Ratzinger operaron por el cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla, y lograron que un prelado no italiano y ajeno al grupo de poder interno en la Ciudad-Estado, fuera elegido Papa después de varios siglos.
El tema iba mucho más allá de las nacionalidades. Se trataba de redistribuir el poder e iniciar el lento viraje del transatlántico llamado Iglesia católica.
No más giros bruscos. Se había aprendido la lección luego de la súbita muerte, o asesinato, del reformador Albino Luciani, 33 días después del inicio de su pontificado.
Juan Pablo II, el papa polaco, respetó el espacio de poder de la curia y nombró a Ángelo Sodano en la Secretaría de Estado del Vaticano, y puso al contrapeso: el cardenal bávaro Joseph Ratzinger al frente de la Congregación de la Doctrina y de la Fe.
Ratzinger, con Juan Pablo II, quedó como el decano del Colegio Cardenalicio.
Así, a la muerte de Juan Pablo II, en la misa pro eligiendo Papa, concelebrada por los 115 cardenales previo al cónclave en la Capilla Sixtina, la homilía fue dicha por el decano, Ratzinger.
De esa manera, Juan Pablo II le correspondió a Ratzinger.
Esa mañana del lunes 18 de abril, en la nave central de Basílica de San Pedro, Ratzinger se presentó, en escuetas dos cuartilla y media, ante el mundo y ante los 114 cardenales integrantes del Colegio Cardenalicio, como el candidato de la continuidad de Juan Pablo II.
Contrario a la corrupción de la curia, Ratzinger era, sin embargo, el cardenal del no:
- No a autorizar a las mujeres para oficiar misa.
- No al control natal y a la planificación familiar.
- No al uso de preservativos para frenar la pandemia del Sida que se expandía en los países católicos de África.
- No a revisar el celibato sacerdotal.
- No a quitar la excomunión a los divorciados.
- No a dar mayor autonomía a los obispos.
- No a la reconciliación de la Iglesia con la ciencia.
- No a la eutanasia para evitar el sufrimiento innecesario a los enfermos terminales.
Mientras esa idea de Iglesia, representada por Ratzinger, se imponía en el cónclave al interior de la Capilla construida por papas sanguinarios, depravados, avaros y ambiciosos (Sixto IV y Alejandro VI), en la Plaza de San Pedro una multitud esperaba el humo blanco.
Era una muchedumbre entusiasta, fieles que planifican su familia. Que viven libremente su sexualidad. Que usan preservativos. Que se divorcian si es necesario. Que conviven con
Respeto con otras expresiones espirituales.
Así, en los hechos, se trataba de una Iglesia que en el orden moral vive de una manera muy diferente a la idea que tenía de ella el puntero en las votaciones que se realizaban al interior de la capilla Sixtina.
Fue uno de los cónclaves más breves de la historia.
Los periodistas que cubrimos el evento apenas esperamos dos días.
Apenas hay tiempo para contemplar el edificio principal de El Vaticano, con sus 123 mil 523 ventanas, de las cuales poco más de una docena miran a la Plaza de San Pedro.
De ellas, una sola tenía las persianas abiertas, desde donde salen los pontífices a bendecir a la cristiandad los días domingo, y a cuestiones más personales, como Pío XII que a las seis de la mañana salía a respirar “el aire vivo y helado de la desierta Plaza de San Pedro”, y dos minutos después desaparecía en el interior de su recámara, según apuntó hace más de seis décadas atrás el reportero colombiano Gabriel García Márquez.
A las 17:45 del martes 19 de abril de 2005 salió humo blanco de la discreta chimenea de la Capilla Sixtina.
En la explanada de la Plaza la multitud rugía de emoción, algunos lloraban, corrían se abrazaban, mientras adentro de la Capilla el secretario de Estado Vaticano, cardenal Ángelo Sodano, pronunciaba ante el Papa Ratzinger las palabras que Cristo dijo a su elegido dos mil años antes: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
La elección de Ratzinger, en esa tarde nublada y fría en Roma, fue también la última y definitiva metáfora de la reconciliación europea después de la Segunda Guerra Mundial.
El ex soldado de artillería antiaérea de Hitler (desertó) sucedía en el trono de Pedro al soldado polaco Karol Wojtyla.
Su elección no fue una reconciliación con el nazismo y sus atrocidades, sino que se trató de la vuelta de página al estigma que condenaba a todos los alemanes por lo que hicieron sus antepasados.
De esa manera, un polaco y un alemán, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, lograron el cierre de heridas con una alianza tácita que llevó a ambos a ocupar el trono de San Pedro.
Y dieron, ambos, un giro para alejar a la Iglesia, apenas unos cuantos grados, del poder de la curia romana y sus escándalos.
Vinieron los castigos, relevos, suicidios, en el banco Ambrosiano y en la Guardia Suiza. El desprestigio que conlleva la admisión de errores y el inicio de corrección del rumbo.
Cuando Bergoglio fue elegido Papa rehusó establecerse en la habitación que Pablo VI ventilaba luego de fumarse el cigarrillo número 10 del día… Y en la que murió, o fue asesinado, Albino Luciani, Juan Pablo I.
El Papa Francisco prefirió la incómoda pero segura habitación que ocupaba como cardenal en Domus Santa Martha.
La pederastia, asociada -según creo- al celibato que defendieron Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio, también tocó el entorno personal del Papa emérito Benedicto XVI. Pidió perdón.
Ni ángel ni demonio.
Joseph Ratzinger, el Papa filósofo, descansa en paz.