Uso de Razón

El día de los corazones negros

Los estadounidenses nos dirán, en noviembre, si su mal social está tan extendido que lo hace incurable, o si aún tiene reservas morales para derrotar a la pesadilla que lo atenaza.

El miércoles, como todos los años, se festejó el Día de San Valentín. Aunque, para ser precisos, tendríamos que poner, únicamente, que se conmemoró.

Leo en la prensa de Estados Unidos que ha cobrado fuerza el movimiento anti-San Valentín. Hace 10 años ese día tenía ventas por 17.3 mil millones de dólares. Y este año las compras se esperaban por 25.8 mil millones de dólares.

El consumismo, es verdad. Pero una buena parte del empujón viene de las ventas de objetos de rechazo al amor y a la amistad.

Rompieron récord las ventas de camisetas contra el Día de San Valentín (24 por ciento más que en 2023), con leyendas como El amor está en el aire, trata de no respirar.

Leí que la Asociación de Rescate de Felinos de Orwings, Maryland, le cuelga a un gato el nombre de la expareja de la compradora, lo castra, y envía el video al destinatario por 25 dólares. Negociazo.

O los zoológicos que le ponen a una cucaracha el nombre solicitado –previo pago–, se la dan de comer a una fiera y mandan el video a la dirección solicitada.

Son síntomas, menores si se quiere, de una sociedad que está enferma.

La soledad ya es un problema de salud pública en Estados Unidos.

Una “epidemia”, de acuerdo con el reporte emitido el 3 de mayo del año pasado por el Departamento de Salud de ese país.

La descomposición de la sociedad estadounidense está a la vista en muchas de sus calles, y es verificable en las estadísticas. No creen en nada y nada les motiva.

¿Qué les importa la democracia liberal?

¿Qué les importa Ucrania?

¿Van a derramar su sangre en defensa de la libertad, como hicieron en Normandía?

A muchos les resulta por completo indiferente todo lo anterior.

Son anécdotas de la descomposición política y social que nos llegan desde Estados Unidos.

Las hay de mayor calado, desde la negación del covid, la drogadicción suicida que se extiende como la humedad, hasta las banquetas con jóvenes y adultos drogados y borrachos a las 11 de la mañana en Bourbon Street, Nueva Orleans.

Y así en Filadelfia, Baltimore, San Francisco…

Trump es la expresión de esa decadencia.

A un amplio sector de la sociedad estadounidense le tiene sin cuidado que Trump haya querido vulnerar el orden constitucional. Que sea un mentiroso contumaz y un violador sistemático de la ley.

Tampoco le importa que sea un fan de Vladímir Putin, un destructor de instituciones, un difamador y un torpedero de reputaciones.

¿Es mayoritario ese sector de la sociedad del país vecino?

Falta poco para saberlo. En noviembre veremos si los estadounidenses optan por suicidarse como líderes de una civilización.

No únicamente el asunto de un dirigente y de quienes le rodean.

“Muerto el perro se acabó la rabia”, dice una frase popular ingeniosa pero equivocada.

Como lo apunta Rob Riemen en El arte de ser humanos, es erróneo pensar que un grupo de fanáticos, por sí solo, puede destruir un país, una democracia o una civilización. Sin contar con el respaldo o la indiferencia de un sector mayoritario de la sociedad, ninguna locura prospera hasta ese grado.

Ni en Estados Unidos, ni México.

Cuando la verdad no importa, el pensamiento autónomo es objeto de burla y desprecio, desaparece la autocrítica y se debilita el espíritu democrático de la población, no hay salida.

Es la sociedad la que está enferma.

Trump es el resultado de todo lo anterior.

Los estadounidenses nos dirán, en noviembre, si su mal está tan extendido que lo hace incurable, en fase terminal, o aún tiene reservas morales para derrotar a la pesadilla que lo atenaza.

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