Es un error interpretar que las reformas constitucionales que militarizan la Guardia Nacional son para mejorar la eficacia en la lucha contra grupos criminales.
Primero, porque no hay tal lucha.
O al menos no es ni ha sido prioritaria en esta administración. No va por ahí.
“La aprobación de la reforma para adscribir a la Guardia Nacional al Ejército y darle poderes de investigación y espionaje –y de detención e investigación de particulares– se enlazará con la reforma judicial que prevé juzgadores adictos al régimen y priva a los órganos jurisdiccionales de la facultad de suspender los actos arbitrarios, entre otros, de un Ejército así habilitado de policía”.
En ese párrafo que escribió el miércoles José Carreño Carlón en El Universal se resume el cambio brutal de la relación entre el poder y la sociedad civil. Estaremos bajo vigilancia militar.
Además, los cambios constitucionales cierran la posibilidad de crear una policía nacional civil.
Se borró la frontera de las atribuciones de las Fuerzas Armadas en tiempos de guerra y en tiempos de paz. No es un asunto temporal mientras se logran objetivos específicos. Es para siempre, y con candados para impedir que en el futuro se forme una policía civil.
El objetivo contra el que actuará el Ejército no será necesariamente, o no únicamente, el de los grupos criminales. Podrán hacerlo contra cualquier persona que los militares sospechen que ha cometido un delito, producto de una investigación, del resentimiento de un soldadito, de un teniente o por indicación superior.
No hay precedentes en la historia de México, a partir de los gobiernos liberales del siglo antepasado, del otorgamiento de facultades constitucionales tan amplias a las Fuerzas Armadas.
Desde la Constitución de 1857 se estableció que “en tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar…”.
Como lo explicaron en esclarecedores artículos Roberto Gil Zuarth (El Financiero) y Carlos Pérez-Ricart (Reforma), tampoco en la Constitución de 1917, con los generales triunfadores de la Revolución, se movió esa limitante al alcance del poder militar.
Señaló Pérez Ricart que el ahora modificado artículo 129 de la Constitución “era el dique que limitaba la esfera de competencia de las autoridades militares. Su propósito era uno y llano: impedir que el Ejército operara por sí y ante sí”.
Ya no existe tal dique.
Lo quitaron los aliados de López Obrador, el Presidente que se nos presentó, falsamente, como un apóstol de los liberales del siglo XIX que frenaron el poder militar al ponerle límites en la Constitución.
No hay salida.
Roberto Gil apuntó que con el artículo sexto transitorio de la reforma aprobada la semana anterior, se imposibilita jurídicamente la existencia de una corporación civil.
Le pregunté a Gil cómo sustentaba esa afirmación, y me explicó: “El sexto transitorio establece que la extinta Policía Federal pasa a Seguridad Pública, y luego dice que las vacantes que se vayan generando se transfieren presupuestalmente como plazas a la Secretaría de la Defensa Nacional. Así, las aproximadamente 15 mil personas (plazas) que quedan en esa condición, se jubilan, fallecen o causan baja, la Secretaría de Seguridad pierde esa plaza y la gana Sedena”.
Así es que, por decisión del Presidente “pacifista, humanista” y los hipócritas que le acompañan, tendremos al Ejército en labores de vigilancia, atropello e intromisión en nuestras libertades, en nuestra vida pública y en nuestra vida privada.
Quienes nacieron en México no han vivido el día a día bajo la agobiante mirada militar.
Se está a merced de la indulgencia o del resentimiento de jóvenes con fusil, fuero especial, jueces de su lado. Y el ciudadano, sin acceso al amparo efectivo.
No importa si el origen de la institución es popular o aristocrático. Son militares. Eso lo sabían los liberales de 1857 y los constituyentes del 17.
Eso es lo que reformaron el presidente López Obrador, los legisladores de Morena y sus aliados.