Ayer cayó el Poder Judicial en México, se acabó la división de poderes y los derechos individuales dejaron de estar garantizados por la Constitución.
Nuestra Carta Magna será un borrador que Morena podrá tachonear sin límites, sin que haya amparo, réplica o revisión que pueda corregir atropellos o errores.
Para lograrlo, el gobierno dobló al ministro Alberto Pérez Dayán con métodos propios de regímenes como el de Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela.
O del espionaje a la vida privada de los ciudadanos durante la dictadura de Erich Honecker en Alemania Oriental, que se llevó al cine en la célebre película La vida de los otros.
El ministro Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, en la histórica sesión de ayer, argumentó que las reformas aprobadas por la mayoría morenista en el Congreso no son una modificación constitucional, “sino una destrucción constitucional” porque acaba con los derechos de los ciudadanos y con la división de poderes.
Citó el artículo 16 de la Carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, nacido de la Revolución francesa, que dice –palabras más, palabras menos–: en una sociedad donde no están garantizados los derechos y no hay separación de poderes, “no hay Constitución”.
Como un escalofrío bajó por la espalda de la nación la voz de la ministra Loretta Ortiz Ahlf, cuando habló contra el valor de los convenios internacionales firmados por México en materia de derechos humanos y en los que fuere.
Para ella la Constitución está por encima de los tratados internacionales suscritos por México, a pesar de que el artículo primero de la Carta Magna los pone al mismo nivel.
Ortiz Ahlf, como se recordará, debe sus méritos ante López Obrador desde que mintió al informar que el papa Francisco había aceptado la invitación de AMLO para participar en los diálogos entre el crimen organizado y las familias de las víctimas de sus asesinatos y desapariciones forzadas.
Los integrantes de la Corte, contrarios a la destrucción del Poder Judicial, no actuaron como un bloque, sino que con argumentos distintos y hasta serias divergencias entre ellos, llegan a la misma conclusión: el Poder Legislativo no puede actuar en detrimento de la autonomía del Poder Judicial.
Previo a la intervención de Gutiérrez Ortiz Mena, la ministra Margarita Ríos Farjat planteó que, con las reformas que se discuten, al Poder Judicial se le quita la autonomía que le otorgó el Constituyente. Lo hicieron en otros países, “como Alemania, que lo pagó con dolorosas experiencias históricas”.
Con ello hizo alusión, sin mencionarla, a la Ley Habilitante, que le otorgó la totalidad del poder a un solo poder en la Alemania nazi.
Relevante fue lo expuesto por el ministro Luis María Aguilar Morales, en el sentido de que la Constitución es la salvaguarda de la convivencia armónica y pacífica en una sociedad.
Tiene razón. Es que sin ella lo que tendremos es la ley de la selva. O la ley de Morena: sus legisladores podrán cambiar los principios básicos de la Carta Magna, en materia de libertades y derechos, por ejemplo, y no habrá posibilidad de controvertir esas decisiones.
Ya no se podrá recurrir al amparo ni a la suspensión contra las decisiones de la mayoría calificada (espuria) de Morena y aliados, para resguardar las garantías fundamentales que se violen con cambios medulares a la Carta Magna.
Esa mayoría, que tiene un origen espurio, no podrá ser refutada en el Máximo Tribunal.
Ni siquiera será viable apelar a instancias internacionales, en el marco de convenios firmados por México, porque las resoluciones del Congreso serán inatacables.
Luis María Aguilar recordó con vehemencia ante el pleno que el Congreso es un poder constituido y no un poder constituyente.
Con un argumento similar la ministra Ríos Farjat dijo que con las reformas en curso el Poder Judicial es “un poder intervenido”, toda vez que se rediseñó sin su concurso.
El legado del Constituyente, dijo, es que el poder se ejerza a través de la representación de los tres poderes, no de dos ni uno. Y la tarea de la Corte es preservar los pilares básicos legados por el Constituyente.
Todo ese entramado que al país le costó más de un siglo perfeccionar para dar garantía a los derechos individuales y colectivos, se derrumbó ayer.
Las ministras Loretta Ortiz Ahlf, cuyo mérito ya conocemos, la ministra Yasmín Esquivel Mossa, que plagió su tesis profesional, la activista de Morena Lenia Batres, y el extorsionado ministro Pérez Dayán, dieron su voto para destruir el Estado de derecho y entregarle la Constitución a Morena.
En 1903, Enrique Flores Magón colgó una manta en el balcón de las oficinas de El Hijo del Ahuizote, con la leyenda “La Constitución ha muerto”, y un moño negro.
Tres días después se publicó en el semanario de los hermanos Flores Magón:
“Doloroso nos es causar al pueblo mexicano la merecida afrenta de lanzar esta frase a la publicidad: ‘La Constitución ha muerto…’. ¿Pero por qué ocultar más la negra realidad? ¿Para qué ahogar en nuestra garganta, como cobardes cortesanos, el grito de nuestra franca opinión?… cuando la justicia ha sido arrojada de su templo por infames mercaderes y sobre la tumba de la Constitución se alza con cinismo una teocracia inaudita. (…) La Constitución ha muerto, y al enlutar hoy el frontis de nuestras oficinas con esta fatídica frase, protestamos solemnemente contra los asesinos de ella, quienes teniendo como escenario sangriento al pueblo que han vejado, celebren este día con muestras de regocijo y satisfacción”.
A una etapa similar, con los ajustes del tiempo, hemos regresado.
La Constitución ha muerto.