Pedro Salazar

La importancia de los conceptos

Cuando los conceptos pierden significado, los autócratas se visten de demócratas, los absolutistas de liberales y los arbitrarios de constitucionalistas.

En estos días he escuchado con atención tres discursos. Primero, el de la toma de posesión de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela; después, el discurso de Mark Zuckerberg, en el que básicamente se forma en las filas del trumpismo; y finalmente, las palabras de nuestra presidenta en la celebración de los primeros cien días de su gobierno. Los escuché en ese orden, sin prelación ni relación alguna.

Se trata de piezas retóricas muy distintas en su contexto y su sentido. Cada una responde a situaciones particulares de realidades sociales y políticas diversas.

El venezolano es un discurso local, casi casero, que dispara hacia fuera lo que quiere transmitir hacia el interior. Maduro juguetea con su auditorio —pequeño, por cierto— con bromas locales y epítetos familiares. Mira al exterior para regresar a su cabaña. Sabe que una buena parte del mundo le ha dado la espalda, pero también entiende que controla los resortes de su casa.

De hecho, se anima a provocar con amenazas bobas a sus vecinos y a los gobiernos de los países que le han negado el reconocimiento que no merece. Es un discurso provocador y provinciano. Al fin y al cabo, parroquial.

Zuckerberg lanza un mensaje global a un auditorio indefinido. Lo hace —según interpretaron reportajes expertos— en un formato cargado de simbolismos. Despeinado, endosando una camiseta holgada, con un reloj de valor millonario y en un tono neutro, el dueño de una de las compañías más influyentes y poderosas del mundo explica con aparente neutralidad los cambios de su política institucional que impactarán en la conversación e interacción de millones de seres humanos. Ha dado un paso atrás de inmensas proporciones, pero lo anuncia sin emoción alguna, como si explicara una ecuación matemática.

Nuestra presidenta se dirige a un público masivo en la plaza más grande y emblemática del país. Cada vez menos técnica y más dicharachera, comunica con un lenguaje coloquial los mensajes de una política que se aleja de los datos para cobijarse en la retórica.

Le habla a México en su coyuntura y, por lo mismo, alude a la agenda internacional —en particular a la relación con los Estados Unidos—, pero lo hace de pasada, cada vez más próxima al nacionalismo de su antecesor. Sabe que su popularidad es alta, así que no arriesga nada fuera de su zona de confort. Su tono es autocomplaciente y su retórica es vacía, pero efectiva.

Nada es censurable en sí mismo. Son discursos que podrían leerse sin contexto y, en principio, podrían sostenerse.

El problema es que no son piezas retóricas teatrales. Son discursos políticos de personas poderosas, grávidos de consecuencias. Por eso, más allá de las formas, es relevante reparar en el uso —o, mejor dicho, en el abuso— que hacen de los conceptos. Escucharlos es como imbuirse en la distopía orwelliana de 1984.

Me formé en una escuela de pensamiento que otorga mucha importancia al uso del lenguaje. El significado y el uso correcto del lenguaje es el rasgo distintivo de la llamada “Escuela de Turín”. Su fundador, Norberto Bobbio, tenía una obsesión por la precisión conceptual. Nos enseñó que no es lo mismo absolutismo que autocracia, República que democracia, liberalismo que constitucionalismo, dictadura que autoritarismo, etc. Para él, las distinciones conceptuales eran tan importantes como las definiciones. Solo de esa manera era posible analizar y explicar las realidades políticas.

Los tres discursos que escuché esta semana son la negación radical de lo que Bobbio nos enseñó.

Conceptos como “democracia”, “libertad”, “representación”, “igualdad”, “no discriminación”, “derechos humanos”, “independencia judicial”, “transparencia” y otros de igual impronta ilustrada fueron manoseados con cinismo vulgar. Al escucharlos, carecían de total significado. Como si los hubieran vaciado de contenido.

Maduro hablando de democracia, Zuckerberg de inclusión y Sheinbaum de jueces independientes. El mundo de cabeza.

Cuando los conceptos pierden significado, los autócratas se visten de demócratas, los absolutistas de liberales y los arbitrarios de constitucionalistas.

Y lo peor es que el público ignaro les aplaude.

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