En estos últimos doce meses he tenido la necesidad de reflexionar sobre aspectos que me afectan directamente en mi vida social, laboral y familiar. Apenas este mes en 2022, el Canal Once me jugaba una cobarde estrategia para dar por terminado el espacio taurino que hubiese cumplido 50 años ininterrumpidos el pasado mes de diciembre.
Argumentando falta de presupuesto, de un plumazo le dieron la espalda a cientos de miles de telespectadores, por lo menos tres generaciones de mexicanos que, semana a semana, sintonizaban lo que en su momento fue Toros y Toreros, y en la última década Toros, Sol y Sombra, que con orgullo y pasión conduje con mi compañero Heriberto Murrieta.
El canal público que presume de inclusión y modernidad hizo a un lado a las tradiciones más arraigadas de nuestro país. Eliminó un programa con muy buen raiting, que incluso ofrecimos conducir gratuitamente para que cumpliera las cinco décadas al aire.
Carlos Brito, director del canal, es un hombre capaz, estudiado y educado. Una pena que no haya defendido más este espacio y a los fieles televidentes taurinos.
Meses antes, un juez aceptó un absurdo amparo promovido por Justicia Justa, solicitando a la Alcaldía Benito Juárez no otorgar permisos a la Plaza de Toros México para dar festejos taurinos, alegando que la tauromaquia es dañina para el medio ambiente. Tal absurdo fue aceptado por un juez y dicha acción ha privado a cientos de miles de mexicanos de poder asistir y disfrutar de la cultura taurina en la plaza de toros más grande del mundo.
Esto es una aberración jurídica y social. Pero aquí nos tocó vivir. La empresa de la Plaza México y su grupo de abogados trabaja para que este absurdo y abuso legal llegue a buen término, para que este país no se convierta en un estado prohibicionista, que aniquile la libertad y la alegría por vivir de los mexicanos.
Estos dos actos los he traído arrastrando estos doce meses. Me he cuestionado la situación, analizando desde el otro bando el porqué de sus acciones. Haciendo a un lado que lo verdaderamente importante en la vida es la salud y la paz, en segundo escaño puedo colocar el vivir como uno quiere, siempre y cuando no se afecte directamente a otro ser humano, bajo la premisa del respeto.
Se puede vivir sin tauromaquia, obvio sí. Son 8 de los 195 países del mundo que cuentan con el privilegio de ser taurinos. La razón es cultural más que geográfica. Precisamente este aspecto hace de la tauromaquia un privilegio para estos países. Abraza cultura y tradición, definiendo la manera de ser de estos pueblos. No de sus políticos ni “ambientalistas de ciudad”, sino de su gente, sus fiestas y la manera de sentir y expresar alegría.
El toreo es grande porque venera al toro. Lo ha evolucionado a ser el animal más bello físicamente del planeta, el más poderoso, el más a fin de los valores tradicionales de la humanidad que tristemente anda perdida, precisamente de valores.
El toro muere en el ruedo honrando su bravura, característica e instinto natural de su raza, que, bajo la estricta, paciente y estudiada selección por parte de los ganaderos, se ha desarrollado en un animal maravilloso cuya muerte justifica y engrandece al toreo.
No es simple este pensamiento. Hoy que vivimos abrumados de la simpleza carente de análisis y rigor, el toro bravo y el toreo se erigen como un bastión para encontrar significado a esta vida.
Esta reflexión me lleva a no rendirnos ante los ataques simplistas en contra de la tauromaquia, que, sin conocerla, ni entenderla pretenden hacernos creer algunos cuestionables políticos que viviríamos mejor sin tauromaquia.
La única manera en que los mexicanos viviríamos mejor es con educación para todos. Conseguiríamos que los políticos no robaran, que el sentido del éxito no estuviera en el dinero, que la prioridad de los gobiernos esté en el bienestar humano y no en el animal. Lograríamos que el respeto sea la moneda de cambio en la sociedad. Que las leyes se aplicaran con rigor. Que la ecología fuera el amor al planeta entendiendo qué necesitamos de él y cómo debemos procurarle.