Para constatar la anarquía que reina en los flujos migratorios, mi exalumna mexico-americana, que trabaja en una ONG para apoyar procesos legales con sedes en Tijuana y San Diego, me sugirió visitar una estación del trolley que conecta San Ysidro (el cruce más transitado en toda la frontera) con nuestro campus de la Universidad de California, San Diego.
El intenso sol que caracteriza nuestra región fue suplantado el pasado lunes por una intensa llovizna fría que recordaba más a Londres. Entre las 8 y 10 de la mañana, todos los días, en un estacionamiento semiabandonado, la autoridad migratoria, conocida como Customs and Border Protection (CBP), libera a cientos de migrantes como si fueran aves llegando a tierra firme.
Ese día liberaron a 440 personas. La mayoría, jóvenes varones. Resulta que a las familias las llevan a albergues u hoteles para protegerlas más. Los centros migratorios de San Diego están a plena capacidad.
El estacionamiento era una verdadera Torre de Babel: chinos, pakistaníes, afganos (varios africanos, quienes tienen fama de ariscos y agresivos) y numerosos latinoamericanos: cubanos, venezolanos, colombianos y, en mayor proporción, ecuatorianos. Me sorprendió encontrar un grupo de jóvenes de la República Dominicana.
Platiqué largo con Jaime (omito su verdadero nombre). Un joven de 21 años, quien abandonó la carrera de ingeniería en sistemas. Él realizó la travesía junto con su hermana, mamá y tío. A su madre, que tenía una pequeña tienda de abarrotes, la estaba extorsionando una pandilla local y cuando le mostraron fotografías de su hermana y él, la señora se deshizo de todo y en 54 días llegaron a San Diego.
Volaron a El Salvador. De allí caminaron hasta internarse en Tapachula. En autobuses llegaron a la Ciudad de México. Caminando cerca del aeropuerto, unos individuos en dos camionetas los llevaron por la fuerza a “una casa muy sucia y oscura”. Les cobraron un derecho de piso de 2 mil dólares por persona. Salieron asustados y abordaron a la brevedad un avión hacia Tijuana.
Ya en la frontera con Estados Unidos, un pollero local los llevo a la zona este de la frontera (seguramente cerca de las montañas de Otay), pues, en ese preciso lugar, el muro de Trump tiene un boquete. Por allí se introdujeron al sueño americano.
A los pocos minutos de caminar encontraron a una patrulla fronteriza y se entregaron, solicitando asilo. Dos días estuvieron custodiados en un centro de detención y el lunes pasado, tempranito, los soltaron en el estacionamiento.
Jaime estaba muy nervioso. No sabía si su mamá estaba en un albergue o detenida. Esa noche me mandó un WhatsApp: “Llegó mi madre, la habían llevado a un hotel”. Este jueves que escribo mi columna, Jaime me llamó. Ya más entonado, me platica que ya están en Charlotte, Virginia, donde tienen una tía. Me pregunta si lo puedo ayudar a conseguir un trabajo. Sabe que en algún momento tiene que acudir a una audiencia migratoria.
En la actualidad, los migrantes tienen tres principales opciones para entrar a Estados Unidos. La aplicación CBP1 para pedir asilo, que tarda entre tres y cinco meses y es la forma ‘legal’ de realizarlo. Entrar entre puertos, como lo hizo Jaime, por los boquetes o brincando el muro de Trump. Finalmente, a la brava, como se hacía antes, tratando de burlar a la autoridad migratoria, sea con o sin la ayuda de un coyote, los cuales incluso para los mexicanos no bajan de 8 o 10 mil dólares.
El tiempo está mejorando y el invierno está terminando, por lo que empieza la época de más migrantes y de lo que será mayor caos en nuestra frontera común. En marzo de este año se registraron más de 189 mil llegadas a nuestra frontera común, según la CBP.
Mi sospecha es que los flujos se dispararán con el transcurso del año electoral en Estados Unidos. La narrativa de los polleros será: “Vámonos para el norte antes de que regrese el hombre color zanahoria y de la bella y hermosa pared”.