En el imaginario colectivo, la despedida de los combustibles fósiles se ha convertido en una aspiración casi poética, evocando la promesa de un futuro más limpio y sostenible. La narrativa predominante señala que la transición hacia energías renovables como la solar y la eólica es el camino ineludible para mitigar el cambio climático. Sin embargo, el refrán “El que mucho se despide, pocas ganas tiene de irse” parece resonar en este contexto, ya que los combustibles fósiles, lejos de desaparecer, siguen siendo una parte fundamental del sistema energético mundial.
Aunque la demanda de electricidad ha mostrado un crecimiento moderado durante décadas, gracias en gran parte a los avances en eficiencia energética, la situación está cambiando rápidamente. Los edificios son más eficientes, las fábricas optimizan sus procesos y los electrodomésticos consumen menos energía. Sin embargo, estas ganancias están siendo superadas por nuevos factores que están transformando la dinámica energética a una velocidad vertiginosa.
Uno de estos factores es el crecimiento de los centros de almacenamiento de datos y el auge de la inteligencia artificial. Estas tecnologías, que ya son esenciales para la economía y la vida cotidiana, requieren cantidades enormes de electricidad para operar. De igual forma, el cambio climático ha intensificado la dependencia de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, lo que eleva significativamente el consumo energético en hogares y oficinas. Además, la expansión de los vehículos eléctricos, que prometen reducir las emisiones de carbono, plantea un desafío adicional al incrementar la demanda de electricidad para la carga de millones de baterías.
Esta combinación de factores anuncia un crecimiento acelerado de la demanda de electricidad a nivel global. Paradójicamente, aunque las energías limpias están avanzando a pasos agigantados —representando más de 95 por ciento de la nueva capacidad instalada en el mundo—, su expansión no es suficiente para cubrir este nuevo consumo ni para reemplazar completamente a las plantas de generación basadas en combustibles fósiles.
El desafío es monumental. No se trata únicamente de instalar más paneles solares o turbinas eólicas, sino de garantizar que estas fuentes puedan satisfacer la demanda constante y predecible que exige nuestra sociedad moderna. Las limitaciones de almacenamiento energético, como las baterías, y la intermitencia de las energías renovables complican aún más la transición. En este contexto, los combustibles fósiles se resisten a desaparecer, ocupando el vacío que las renovables aún no pueden llenar.
Para evitar que esta despedida se prolongue indefinidamente, es necesario acelerar la innovación tecnológica en el almacenamiento de energía y en la optimización de las redes eléctricas. Además, debemos replantear nuestro modelo de consumo y cuestionar si es sostenible seguir aumentando la demanda energética sin límites. La transición energética no será un simple adiós, sino un proceso complejo que requiere decisiones valientes, inversiones masivas y, sobre todo, una voluntad colectiva para enfrentar las contradicciones inherentes a nuestro sistema.
Porque, mientras el mundo se despide de los combustibles fósiles, ellos siguen aferrándose al escenario, recordándonos que aún no estamos listos para dejarlos ir.
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