El país irá a las urnas, el próximo domingo, partido por la mitad. Así resume la última encuesta de EL FINANCIERO lo que se espera el 6 de junio, un ejercicio plebiscitario sin precedente. Expertos en encuestas consideran que la polarización producirá una participación inédita para comicios intermedios, de alrededor de 53 por ciento, y pronostican que la votación en el Congreso le dará a Morena más votos que los obtenidos en 2018. Ha sido una campaña donde las narrativas se balancearon entre la épica y el cataclismo en torno al presidente Andrés Manuel López Obrador, en un péndulo excluyente de amor y odio. La personalidad del Presidente, construida sobre revanchismos y beligerancia, ha escondido en el temperamento radical de actores y electores lo que decidiremos: ¿qué tipo de país queremos?
El estilo del Presidente anima a sus seguidores e irrita a sus opositores, pero la retórica incendiaria opaca el camino del largo plazo. Dos personajes antagónicos resumen la lucha primitiva. Santiago Creel, una de las figuras del PAN, que urge a votar contra el resentimiento y las revanchas de Morena, y Epigmenio Ibarra, el principal propagandista de López Obrador, que llama a mantener el rumbo para evitar que el viejo régimen destruya a México. Abundan los lugares comunes que aplastan la discusión toral para la elección que definirá el futuro mexicano. Veamos:
La transformación emprendida por el presidente López Obrador se asemeja –guardando las proporciones– al espíritu que animó la Revolución Cultural de Mao Zedong, un movimiento político, social y cultural enfocado a erradicar de la sociedad china las “influencias capitalistas” y su “pensamiento burgués”, neutralizando a “contrarrevolucionarios” y “revisionistas”, al tiempo de ir construyendo una “persona nueva”. López Obrador quiere erradicar todo el pensamiento “neoliberal” y sus políticas antisociales que lastimaron a quienes menos tenían en beneficio de una minoría, por lo que se ha propuesto destruir a los heraldos de ese modelo demoliendo el edificio institucional que construyeron.
Como Mao, López Obrador quiere volver todo cenizas para reconstruir una nueva patria, borrando el pensamiento “neoliberal” y su cultura, que dice se centraba en los privilegios y la corrupción, restableciendo las costumbres y las tradiciones que, afirma, traicionaron. Para alcanzar su objetivo, Mao ordenó el aniquilamiento físico de sus opositores, mientras que López Obrador ha dispuesto el aniquilamiento social de quienes se le enfrentan o lo critican en el patíbulo de las redes sociales. Lo de Mao era una dictadura; lo de López Obrador es el autoritarismo populista que ha avanzado en el mundo en los últimos tres lustros.
En su camino hacia la transformación del país, López Obrador optó por el desmantelamiento del sistema de pesos y contrapesos construido durante la consolidación democrática interrumpida desde el gobierno de Vicente Fox, colonizando al Poder Legislativo y al Judicial, y desacreditando permanentemente a los medios de comunicación y a periodistas para quitarles legitimidad y credibilidad. La democracia no está en sus genes, pero al mismo tiempo, ésta tampoco es un sistema apreciado por la mayoría de los mexicanos, porque no resolvió las desigualdades ni ofreció alternativas de bienestar para quienes menos tienen.
La democracia, como tal, no es un factor de decisión en las urnas para las mayorías, aunque sin ese ordenamiento sociopolítico, López Obrador jamás hubiera llegado a la Presidencia. Lo que es tangible no es el concepto de democracia, porque la deficiente aplicación en México no construyó un nuevo sistema de organización social, y fue utilizado por la clase política y el PRI y el PAN para traicionar sus principios en función de sus intereses particulares, que es lo mismo de lo que ahora acusan a López Obrador.
El Presidente quiere un país que abandone la globalización y se vea a sí mismo con un modelo de producción primario sin dependencia del exterior. No cree en el sector privado ni en las inversiones extranjeras como motores de la economía. El gobierno, piensa, debe ser el rector de la economía, y sus empresas paraestatales los pilares del crecimiento. Esa forma de pensamiento no existe hoy en el mundo, donde regímenes de todo tipo e ideologías entienden que la interdependencia es una realidad sin fecha de caducidad.
El modelo lopezobradorista provocó decrecimiento y pauperización desde antes de la pandemia del coronavirus, y trasladó 10 millones de mexicanos a la pobreza en dos años, con niveles de desarrollo que no había, en algunos casos, desde hace 25 años. López Obrador sostiene que México está en el rumbo correcto, pero que necesita una vez más la mayoría calificada en el Congreso para que no haya resistencia que impida su cuarta transformación.
El pensamiento de López Obrador mira al ombligo. No quiere inglés en las escuelas, sino náhuatl. No quiere elevar los niveles educativos, sino masificarla a costa de todo. Le basta que sepan leer y escribir porque su modelo económico se ancla en los sectores agrícolas y manufactureros. No le importa el equilibrio entre poderes, porque en lo político, lo reflejan sus altos niveles de aprobación, tiene un cheque en blanco para hacer lo que quiera.
Hay quienes piensan que su proyecto de nación regresará a México 40 años, pero muchos más lo han apoyado por el énfasis puesto en una política social solidaria. Es un Presidente voluntarista pero de mano dura con quienes dice representan el viejo régimen. Pero quienes encabezan a la oposición tampoco han presentado una alternativa, buscando la suma de fuerzas electorales no para reconstruir lo que creen destruido, sino sólo para impedir que mantenga el poder omnipresente. No ven nada más en el futuro salvo minar a López Obrador.
Por quién votar no es una recomendación para apoyar a un partido en específico, sino una apelación para silenciar el ruido y pensar qué país se quiere en el futuro. La disyuntiva obliga a una reflexión profunda, acotando lo emocional. No es por quién voten, sino que elijan con conciencia de lo que deseen. Nos vemos, entonces, el próximo domingo en las urnas.
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