Una vez más, el presidente Andrés Manuel López Obrador platicó con la vicepresidenta de Estados Unidos Kamala Harris, lo que aparentemente volvió a colocar la relación bilateral sobre rieles. Esto, incluso más que el contenido mismo de la conversación, es lo más relevante de lo que sucedió este lunes por la tarde, porque en las últimas semanas la relación había entrado en un periodo de enorme turbulencia por un par de declaraciones de López Obrador que pusieron en peligro el volátil equilibrio que se vive con Washington desde el encontronazo con el gobierno de Donald Trump por la detención del exsecretario de la Defensa, el general Salvador Cienfuegos, que generó las primeras fisuras serias entre los dos países en años.
López Obrador llevó la relación bilateral al punto de un casi descarrilamiento, al haber llevado al máximo a la administración Biden, que había mantenido una estrategia de no confrontación con López Obrador, sin caer en sus provocaciones, como se interpretan algunos de sus lances, como la reiterada afirmación de que están interviniendo en los asuntos internos mexicanos. Sin embargo, la tolerancia llegó a su fin luego de las declaraciones del Presidente mexicano sobre Cuba y la Organización de Estados Americanos.
El tabasqueño es un político sin filtros que se ha manejado por lustros con impunidad, y pensó que podía hacerlo con Estados Unidos bajo el gobierno de Biden, en el supuesto de que, como tiene una alta aprobación popular, el jefe de la Casa Blanca no se atrevería a hacer nada. Enorme error. El hecho de que públicamente fueran cuidadosos y optaran por no ejercer presión, aguantando sus críticas y mentiras, no tenía nada que ver con su aprobación, sino para evitar su radicalización. Pero tanto va el cántaro al agua, como dice el refrán popular, que se reventó.
Eso sucedió en la primera quincena de julio, cuando López Obrador dijo que las protestas sociales en las calles de un buen número de ciudades en Cuba eran producto de una intervención extranjera y la manipulación mediática, acusando, sin mencionar directamente, pero sugiriéndolo en sus palabras, al gobierno de Estados Unidos. La reacción de Washington llegó rápido a la Secretaría de Relaciones Exteriores, y su titular, Marcelo Ebrard, le comunicó al Presidente que esas declaraciones habían generado malestar en Estados Unidos, donde se estaban reservando una respuesta fuerte contra México.
López Obrador se molestó con Ebrard reclamándole que no estuviera haciendo su trabajo y que no acotara la injerencia de la embajada de Estados Unidos en los asuntos internos mexicanos. Ese primer mensaje fue completamente ignorado por el Presidente, quien unos 10 días después volvió a arremeter, cuando propuso la sustitución de la Organización de Estados Americanos por un organismo que no fuera “lacayo de nadie”, acusando una vez más a Washington de tener subordinada a esa institución panamericana.
La respuesta llegó de forma más enérgica, terminante y amenazante. El Departamento de Estado le hizo un extrañamiento a la Secretaría de Relaciones Exteriores por esas declaraciones de López Obrador, y de manera directa le advirtieron a la Cancillería que de continuar el Presidente mexicano con esa línea de hostilidad a Estados Unidos, frenarían todo el apoyo que le dan a su gobierno, incluidas las vacunas anti-Covid. Al oír esto, López Obrador prestó atención y decidió que no volvería a hablar más del tema del intervencionismo estadounidense, ni en las mañaneras, ni en ningún otro foro. El Presidente no ha vuelto a hablar sobre el “intervencionismo” de Estados Unidos en México o América Latina desde entonces, cuidando las formas y buscando evitar llegar a la confrontación directa.
La impunidad con la que se manejaba tuvo un fuerte alto. El mensaje no lo tuvo que hacer la Casa Blanca, sino el conducto institucional, el Departamento de Estado, pero en el entendido de que la molestia de la Cancillería estadounidense respondía al enojo en la Oficina Oval y en las áreas que alimentan de información a Biden. La percepción que tienen en Washington de López Obrador es bastante negativa, y ha tenido que ser matizada por los diplomáticos en la embajada de ese país en México.
Tras la amenaza, López Obrador repitió en varias ocasiones que la relación con el gobierno de Estados Unidos era muy buena, enviando de esa forma un mensaje de paz a Washington. En el gobierno de Estados Unidos lo registraron y la reunión con Harris es una señal de que no quieren un choque, pero que tampoco están dispuestos a que López Obrador insista en sus acusaciones y provocaciones. Qué tanto durará el autocontrol del Presidente mexicano es un misterio, ya que depende fundamentalmente de su estado de ánimo, que es la variable de incertidumbre que provoca en propios y extraños todas las mañanas, o que le susurran al oído sus asesores externos.
Si recurre López Obrador a Biden tiene que cumplir con lo que prometió a cambio de vacunas. El incumplimiento que ha tenido el Presidente en el compromiso adquirido para frenar la migración es lo que tendrá que ajustar porque está desbordada. En junio, de acuerdo con los datos oficiales, la migración creció en números que no se habían visto en todo este milenio, lo que refleja el relajamiento en la vigilancia que comprometió López Obrador. Si quiere que se las sigan dando, además de cesar sus bravuconadas, tendrá que cumplir con lo que les garantizó.
López Obrador seguirá pidiendo ayuda a Estados Unidos, pero ahora ya sabe que a quien le tira un salvavidas de manera recurrente, no le puede morder la mano todo el tiempo. Las ideas de sus asesores externos y la necesidad de satisfacer a los sectores más radicales de su entorno no pueden ser ejecutadas pensando que puede caer parado en dos trincheras que son política e ideológicamente antagónicas. Con las cartas sobre la mesa, es suya la decisión final y las consecuencias, en el entendido de que, en la política real, la ingenuidad y la improvisación son imperdonables.
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