Olga Sánchez Cordero duró la mitad del sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador. Parece mucho tiempo para sobrevivir en un gobierno disfuncional donde su propia cabeza maneja la anarquía transversal y responsabiliza a sólo unos cuántos de muchos temas. Pero no dependía de ella. De hecho, nunca su juego y destino político estuvo en sus manos, sino en las de López Obrador. Al menos tres veces presentó su renuncia al cargo, acotada en las principales funciones del despacho, la jefatura del gabinete y la política interna, y todas esas ocasiones el Presidente se las rechazó –una, en enero del año pasado, luego de haber tenido un episodio muy delicado de salud en Palacio Nacional–. Pero ayer no tenía en la cabeza que la iban a renunciar.
Sánchez Cordero descubrió la víspera que su paso por Gobernación tenía fecha de caducidad para hoy, y que el Presidente, que tenía unas cuatro semanas de haber tomado la decisión, fue tejiendo su salida sin decirle nada. Le encargó la interlocución con las fracciones parlamentarias en la Comisión Permanente para un periodo de sesiones extraordinario para ver la revocación de mandato, cuyo fracaso mostró sus limitaciones políticas, en parte, resultado de la mala relación que tenía con los gobernadores. Tampoco se enteró que ayer por la mañana, el Presidente y el coordinador de la bancada de Morena en el Senado, Ricardo Monreal, hablaron sobre su futuro, que empieza hoy, cuando asuma la presidencia de la Mesa Directiva de esa Cámara, el segundo órgano más importante en ésta.
La secretaria fue engañada con la verdad. Desde junio se venía manejando que Sánchez Cordero había presentado su cuarta renuncia, a lo que ella salió al paso desmintiendo lo que habían publicado dos columnistas con acceso a información de Palacio Nacional. Todavía no estaba listo López Obrador para el cambio, hasta este miércoles, cuando fue citada por el Presidente a Palacio Nacional, de donde salió, hacia su despacho en Gobernación, desencajada.
Un cambio de gabinete, en gobiernos funcionales, es un golpe de timón porque las cosas no están funcionando. En una presidencia como la de López Obrador, esa lógica no opera. La política interna la ha manejado desde un principio Julio Scherer, consejero jurídico de la Presidencia, y los asuntos de seguridad y migración con Estados Unidos se los quitaron para hacer responsable al canciller Marcelo Ebrard. La pelea con Ebrard la perdió hace tiempo, y los conflictos que tuvo recientemente con Scherer no lo mermaron a él, quien sigue teniendo una relación estrechísima con el Presidente.
Durante todos estos tres años, Sánchez Cordero fue considerada un florero por la prensa política, pero le era útil al Presidente en ese papel, sobre todo porque cuidaba la relación con Carlos Slim, a quien durante años le escrituró sus empresas. La relación se desgastó por errores de ella que incomodaron a Slim, quien optó por utilizar su derecho de picaporte con el Presidente. Tampoco le funcionó como barrera con los gobernadores, sino que le atrajo más problemas con ellos. Aun así, si la quitaba, ¿quien llegara iba a querer ser secretario de Gobernación? Después de la experiencia con Sánchez Cordero, ¿querría pasar como un simple tapón que podía poner o quitar el Presidente?
Pues el Presidente encontró fácilmente a ese funcionario entre uno de los suyos, muy cercano, que lo ha acompañado políticamente desde sus tiempos como líder del PRD en Tabasco, Adán Augusto López, el gobernador al cual hace unos días el Presidente hizo grandes elogios. Sólo algunos en el círculo íntimo entendieron el mensaje. El equipo cercano de Sánchez Cordero no. Inclusive, su equipo la estuvo esperando en el aeropuerto, porque iba a viajar a Chiapas, para acompañar al Presidente. Su equipo se quedó esperando porque ella fue convocada de nuevo a Palacio, para entregar el cargo.
López llegó al mediodía a Palacio Nacional como gobernador y salió como secretario de Gobernación, con lo que el Presidente, una vez más, recurrió a sus más cercanos y leales. López pertenecía a una de las dos corrientes del PRD en Tabasco cuando López Obrador era el líder. Una de las corrientes la encabezaban Octavio Romero Oropeza, actual director de Pemex, y Alberto Pérez Mendoza, amigo desde la juventud del Presidente, su verdadero brazo derecho, y que murió en 2013. La otra corriente la encabezaba Fernando Mayans, a la que pertenecían López y su hermana Rosalinda, esposa del actual gobernador de Chiapas y que es la administradora general de Auditoría Fiscal del SAT. Mayans tuvo un breve paso por la administración federal y cuando López asumió la gubernatura de Tabasco en enero de 2019, se integró al Seguro Social local.
La llegada de López al gabinete es la segunda de ese nivel que va a uno de quienes han estado al lado de López Obrador desde hace más de tres décadas. El secretario de Bienestar Social, Javier May, que pertenecía a la corriente de Romero Oropeza, es el otro. Aunque con otro equipaje político que May, López no va a cumplir una función autónoma como secretario de Gobernación. No está en el ADN del Presidente. El cambio, sin embargo, no será del todo cosmético. Los actores políticos sabrán que López, a diferencia de Sánchez Cordero, sí tiene el picaporte con el Presidente y la cercanía para tratar asuntos que a ella no le permitían. Por esa relación, su papel no será necesariamente el de florero, pero sí de un amortiguador para su viejo amigo.
Este reacomodo en el gabinete hay que verlo de manera semiótica. López Obrador se sigue rodeando de los suyos e incondicionales rumbo a la sucesión presidencial, que todos estos cambios es lo que revelan. El Presidente se sigue encerrando en una burbuja en medio del segundo tercio del sexenio que es fundamental para que pueda armar la maquinaria para poder mantener el poder de Palacio Nacional e imponer a su candidata, que al final es lo que quiere.
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