La entrega de la Medalla Belisario Domínguez a Ifigenia Martínez, una economista y política respetada por todos por su congruencia de toda la vida, será recordada no por la calidad de la reconocida, sino por una discusión absurda, por contradictoria y paradójica, en la que se embarcó el presidente Andrés Manuel López Obrador al anunciar que no asistiría, como otros presidentes antes que él sí lo hicieron, a esta solemne ceremonia, con lo que, de paso, lo deja como un cobarde y un intolerante.
López Obrador anunció las vísperas que enviaría un representante a la ceremonia porque una senadora, que identificó como parte del “bloque opositor”, estaba convocando a faltarle al respeto, y que para evitar caer en una provocación, mejor cancelaba su asistencia. La senadora en cuestión era Lilly Téllez, que comenzó en esa cámara como suplente de Alfonso Durazo, hoy gobernador en Sonora, y que al poco tiempo se fue de Morena para convertirse en una estridente legisladora de oposición. El mensaje que colocó Téllez en Twitter decía: “El violador serial de la Constitución, el señor presidente López Obrador, vendrá al Senado… es preciso hacerle frente”.
Y López Obrador, que ha ido repetidamente a Badiraguato, el municipio de Sinaloa que es cuna de algunos de los líderes más importantes del Cártel de Sinaloa, que ha cruzado por retenes de Los Zetas, que dice que él no requiere escolta porque Dios y el pueblo lo cuidan, optó por darle a Téllez una categoría de superarchienemiga y correr. ¿Por qué decidió no ir? ¿Por precaución? Es cierto que al Presidente no le gusta estar en ambientes que no controla, pero como se vio el domingo en Puebla, tiene el suficiente oficio para salir de situaciones incómodas. ¿Por el desdén que le tiene al Poder Legislativo? ¿Porque siente que en el Senado hay enemigos internos?
Nadie, salvo él, puede explicar sus razones. Interpretar sus motivaciones suele ser muy difícil, porque las categorías de análisis de López Obrador cohabitan la mayor parte de las veces en la dimensión desconocida. Pero lo que sí se puede apreciar son las consecuencias de su acción. Una vez que dijo que no iba por culpa de Téllez, las legiones de francotiradores que tiene a su servicio, o los espontáneos fanáticos que también pululan alrededor de sus palabras, comenzaron a lincharla en las redes sociales lanzando amenazas contra ella y su hijo.
El Presidente tuvo que salir al paso y reaccionar ante esos ladridos. “Cuidadito con hacerle daño a una persona por pensar distinto”, instruyó ayer a sus incondicionales. “Cada quien puede expresarse. Podemos tener diferencias, pero sin agresiones”. Lo paradójico es que él fue el motor de la violencia, que no es nueva sino ha sido una constante desde que comenzó el sexenio, al utilizar el púlpito de las mañaneras en Palacio Nacional para lanzar peroratas, insultos, acusaciones sin fundamento, galvanizar la polarización con calumnias y difamaciones a quien, precisamente, piensa distinto. Denostar a Téllez fue una llamada a la acción a sus fanáticos, y a las granjas que están a su servicio para dañar la reputación en las redes sociales de quien se le ponga enfrente.
Este episodio muestra el gran contrasentido de todo lo que causó al cancelar su asistencia a la ceremonia, que está cargada plenamente de la defensa a la libertad de expresión. La Medalla Belisario Domínguez fue instituida por el Senado en 1954, como un reconocimiento a quienes hubieran hecho un servicio distinguido a la nación, pero en homenaje al senador chiapaneco que, por ejercer cabalmente su derecho a la libertad de expresión, fue asesinado en 1913 por la policía del régimen, como castigo por su contribución al derrocamiento del dictador Victoriano Huerta.
La negativa de López Obrador a asistir a la ceremonia porque Téllez ejerció su derecho a la libertad de expresión, es negar la esencia misma del acto y desconocer que alguien sí puede pensar diferente sin temores a represalias. En este caso, el desquite fue político, no contra una senadora, sino contra todo el Senado, en un desprecio absoluto por el derecho a disentir.
Su actitud fue lo que motivó la descarga de odio en las redes sociales contra Téllez, realizando un ejercicio de linchamiento masivo, motivado por lo que provoca de manera regular López Obrador, la previa censura, con la intención siempre de acallar las voces críticas o disidentes. El Presidente se cansa de repetir que respeta la libertad de expresión, pero sus acciones son consistentes con su desprecio a ella y con su indisposición a confrontar a quien piensa diferente, con ideas. Su arma política es la descalificación y la infamia, jugando con las emociones porque carece de razones.
La intolerancia ha sido su compañera a lo largo de toda su vida pública, y la violencia de su palabra ha sido la cabeza de playa de su proceder. Antes no se notaba porque no tenía impacto dado el tamaño en la escala política del sistema, pero hoy, como Presidente, que utiliza el escenario de Palacio Nacional para atacar, amenazar, inhibir y lanzar de manera implícita las instrucciones para sus turbas cibernéticas y sus brazos en Morena, su palabra es un misil sobre cualquier persona a quien se lo envíe.
El Presidente ha desarrollado a lo largo de su sexenio un macartismo que evoca la cacería de brujas anticomunista que llevó a cabo el senador republicano Joseph McCarthy en los 50. López Obrador es como McCarthy en sus obsesiones y radicalismo, y como él, un demoledor del andamiaje democrático, utilizando los recursos que les facilitó la democracia –ganar elecciones– para coartar en los hechos la libertad de expresión y de pensamiento, anulando espacios de tolerancia, inclusión y pluralidad.
La democracia es un sistema que institucionaliza el respeto por los derechos de las minorías políticas, como experimentó él mismo en su camino a Palacio Nacional. La traiciona hoy en los hechos, aunque la defienda con palabras que siempre, ante la evidencia, se las lleva el viento.
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