El principal riesgo para la seguridad nacional que se ha discutido en Palacio Nacional en las últimas semanas ha quedado, paradójicamente, sin atenderse. Hace alrededor de un mes se planteó en el gabinete de seguridad que un grupo criminal –todo lleva a pensar que se trata del Cártel Jalisco Nueva Generación– se había robado 10 kilómetros de longitud –leyó bien, 10 kilómetros– del poliducto que corre entre Topolobampo y Guamúchil, en la zona norte de Sinaloa, mediante sistemas sofisticados que les permitieron apropiarse de casi el 10 por ciento de su infraestructura.
No fue un simple robo de combustible como se ha visto en Hidalgo y Puebla, los estados preferidos para el huachicol. Este hurto fue de mucho mayor envergadura, al mostrar un nuevo estadio del crimen organizado donde el combustible pasó a ser de interés complementario porque, al mismo tiempo, sugiere que los cárteles están enfocándose en construir sus propias redes de abasto y venta de hidrocarburos. ¿Estamos alcanzando tales niveles de impunidad para que las organizaciones criminales trasnacionales se aventuren en un nuevo negocio? Así parece.
Según las estimaciones de los técnicos de Pemex, para haber realizado el robo de ese poliducto, que tiene un diámetro de 18 a 40 pulgadas, se debió haber requerido de una cuadrilla de 30 a 40 personas. Demasiada gente para no haber sido detectada, por lo que la sospecha en Palacio Nacional es que debió haber tenido la colaboración de funcionarios en varios niveles de gobierno. El planteamiento en el gabinete de seguridad causó alarma y en Palacio Nacional se quedaron con la idea de que la Secretaría de la Defensa Nacional y la Guardia Nacional, luego de recibir la información de Pemex, actuarían.
Hace unos días, en otra reunión del gabinete de seguridad, se informó que una vez más se habían robado un kilómetro y medio adicional del mismo poliducto. En este segundo robo se detectó la acción de dos diferentes grupos; uno sofisticado como el primero, que hizo cortes perfectos al ducto, y el otro se los llevó tras romperlos con una retroexcavadora que se conoce como ‘mano de chango’. La sorpresa fue doble, no sólo por la afrenta al Estado mexicano, sino, sobre todo, porque descubrieron que los militares habían sido omisos. El problema original de seguridad nacional continuó extendiéndose ante la negligencia militar.
Durante casi todo este siglo, el robo de combustible por parte de criminales ha sido un fenómeno imparable. Aunque la perforación de los ductos de Pemex es un problema que se arrastra desde los primeros años del gobierno de Vicente Fox, se había concentrado en la zona centro-sur del país, particularmente Puebla e Hidalgo –donde más huachicol hay hoy en día–, y sólo hasta el sexenio pasado se extendió el robo hacia El Bajío, en la zona de la refinería de Salamanca, donde el Cártel de Santa Rosa de Lima se hizo del negocio criminal de manera hegemónica hasta que el Jalisco Nueva Generación entró a disputárselo. Sin embargo, no se tenía información de que el delito hubiera escalado al robo de infraestructura.
En la zona norte del Pacífico, una de las regiones donde los cárteles de la droga tienen mayor control territorial e influencia en decenas de comunidades, se sigue avanzando en el desdoblamiento del negocio criminal, como ha sido el robo de combustible en los últimos años que, según los expertos, es más redituable que el tráfico de cocaína. Hay largas franjas de esos territorios donde los cárteles están operando y manipulando a las comunidades, con apoyo directo o indirecto, deliberado o inconscientemente, de funcionarios. El más conspicuo, hasta que lo cesaron, fue el subsecretario de Gobernación, Ricardo Peralta.
Peralta sostuvo reuniones con miembros del Cártel del Golfo y Cárteles Unidos de Michoacán –que decía ya se habían retirado de las actividades criminales–, y luego fue a azuzar a dos comunidades triquis que tomaron un gasoducto que cruzaba por su territorio, interrumpiendo el abasto. El problema se profundizó porque varias de esas comunidades fueron penetradas por grupos criminales vinculados a Rafael Caro Quintero, líder del extinto Cártel de Guadalajara, a quien se le adjudica el incremento de la violencia en el norte de Sinaloa y Sonora.
El problema con los triquis fue resuelto finalmente por el presidente López Obrador, quien acordó con ellos que se modificaría el trazado, que están negociando actualmente con la Comisión Federal de Seguridad. La solución con los poliductos más al norte, sin embargo, no pasa por una mesa política, porque se consideran un riesgo a la seguridad nacional.
Si la hipótesis del gabinete de seguridad se confirma y se trata de un trabajo del Cártel Jalisco Nueva Generación, apuntará hacia la diversificación de su negocio criminal, que se empata con la lucha que sostienen en Guanajuato con el Cártel de Santa Rosa de Lima, que se especializó en el robo de combustible. Esa batalla tiene convertido al estado en el de mayor violencia en el país, que se le fue de las manos al gobierno federal que prometió terminar con el problema una vez que capturaran a su líder, José Antonio Yépez. El Marro, como lo apodan, fue capturado hace 14 meses, pero la violencia se elevó.
El Cártel Jalisco Nueva Generación es la organización criminal que más ha crecido durante el gobierno de López Obrador, aunque en la práctica, es el Cártel de Sinaloa con el cual ha sido complaciente. Si el combustible robado es un crimen trasnacional de altas ganancias, como lo demostró el Cártel del Golfo, pionero en este delito, que lo vendía en Tamaulipas, Coahuila y el sur de Texas, hasta que las autoridades estadounidenses lo descubrieron, tener hidrocarburos y redes de distribución magnifican exponencialmente las utilidades.
Es inexplicable entonces, porque a mayor dinero mayor capacidad de fuego y corrupción, que el Ejército y su brazo paramilitar, la Guardia Nacional, no hubieran hecho nada para frenarlo, combatirlo y controlarlo, pero entendible por qué en Palacio Nacional levantaron las cejas.
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