El presidente Andrés Manuel López Obrador está enfadado con el nuevo embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar. Asumió formalmente el cargo el 2 de septiembre y en dos meses y medio ya irritó al Presidente. Rompió récord Salazar y destronó en tiempos de incubación el enfado contra John Gavin, embajador de Ronald Reagan durante el gobierno de Miguel de la Madrid, y contra Carlos Pascual, embajador de Barack Obama durante la administración de Felipe Calderón. López Obrador dice en privado que lastima la relación bilateral y quiere –quién sabe si lo haga– quejarse hoy con el presidente Joe Biden.
No debiera extrañarle que el embajador le saliera respondón, porque lo ha querido tratar como a los mexicanos, poniendo en su boca palabras que no pronunció; es decir, mintiendo. El 3 de noviembre, en su cuenta de Twitter, Salazar expresó, tras reunirse con funcionarios mexicanos, que su gobierno estaba preocupado por la reforma eléctrica. Cinco días después, López Obrador dijo que lo habían malinterpretado los medios y que no había ninguna protesta o denuncia por la cuestión eléctrica o petrolera, alegando que tenía muy buena relación con el gobierno de Biden.
Jamás debió imaginarse el Presidente que Salazar, más político que diplomático, lo desmintiera en escasas 36 horas. Pero no sólo fue contradecir a López Obrador, sino el fraseo de Salazar que usó al señalar que las inversiones multimillonarias que hicieron en México empresas de su país, contaron “con el respaldo de los Estados Unidos”. Para entender lo que esto significa, como observó un experto en interlocuciones bilaterales de alto nivel, hay que saber que los estadounidenses usan tres niveles de diálogo.
El primero se limita a los intercambios cálidos de saludos personales. El segundo, que mantiene esa cordialidad, incluye una sugerencia de volver a pensar en la decisión que quieren tomar y platicarla días después, lo que significa que hay problemas. En el tercero, el problema ya cayó porque incorpora las palabras que pesan cuando se conocen estos niveles, “los Estados Unidos”. En ese momento, recordó un exfuncionario de alto nivel, “es cuando se siente el peso del imperio”.
El fraseo de Salazar pasó desapercibido en Palacio Nacional y la Cancillería, y no hay registro de que esas palabras causaran inquietud. Todo lo contrario. El Presidente expresó su malestar con Salazar ante el secretario de Relaciones Exteriores, por las reuniones con empresarios del sector energético y por sus declaraciones. Qué tanto fue un arrebato momentáneo del Presidente –que se enciende rápidamente y luego se le enfría la cabeza– cuando le dijo que se lo iba a decir a Biden en su encuentro del jueves, no se sabe. Qué probable es que lo haga, se antoja difícil, aunque en Washington tienen bien analizado al Presidente y saben que ante su falta de filtros es capaz de hacer y decir cualquier cosa.
De la Madrid no se quejó de Gavin, como Calderón sí lo hizo de Pascual, al grado de pedir su remoción. La jefa de Pascual, la secretaria de Estado Hillary Clinton, lo sustituyó, cediendo a las presiones, pero en el contexto de que, en ese momento, la colaboración en materia de seguridad para combatir a los cárteles de la droga era la prioridad. Aun si López Obrador se quejara de Salazar, no hay señales de que pediría su relevo. Es sensato. Acaba de llegar, pero, sobre todo, está defendiendo los intereses económicos de las empresas de su país, que son los intereses estratégicos de Estados Unidos. La salida de Pascual no representaba nada en términos de dinero, pero las inversiones multimillonarias en el sector eléctrico y energético son otra cosa. Meterse con ellas es un acto hostil contra Estados Unidos, y eso debe entender López Obrador para medir sus palabras y acciones.
Sin embargo, no parece entenderlo, ni nadie que se lo explique. Cuando le respondió a Salazar y dijo que no había denuncias ni protestas, decía una media verdad, que no reflejaba la realidad de lo que estaba sucediendo. El 19 de octubre, la convención de legisladores texanos envió una carta al embajador donde le pedían que hablara urgentemente con funcionarios mexicanos para asegurar un comercio justo para los agricultores y generadores de energía del estado, porque veían que se estaban dando prácticas discriminatorias violatorias del acuerdo comercial norteamericano.
El 3 de noviembre, en otra carta a Biden y Salazar, 40 legisladores republicanos encabezados por Earl Carter y David McKinley, cercanos al expresidente Donald Trump –con quien López Obrador mantuvo una cálida relación–, dijeron que México estaba aprovechando la “debilidad” de la Casa Blanca para lastimar los intereses de Estados Unidos en inversiones, derechos laborales y los compromisos dentro del acuerdo comercial norteamericano. No hubo una respuesta pública, pero en privado el Presidente sintió el golpe.
López Obrador debe comprender que Salazar no se manda solo, y acusarlo con Biden sólo tendrá consecuencias negativas. El Presidente necesita tener la cabeza fría y actuar con inteligencia, como saber que no puede extrapolar su beligerancia mañanera al mundo, porque el único que pierde el respeto y se vuelve objeto de mofa es él.