A golpes de puño hemos entrado a una nueva fase política en este país. México se ha erigido en un Estado paramilitar controlado por un civil, que gobierna por decreto en menoscabo de la Constitución. El presidente Andrés Manuel López Obrador, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, argumentando implícitamente razones de Estado, o razones de su Estado, encuadró su llamada cuarta transformación, que son sus tres megaproyectos de infraestructura, dentro del marco de la seguridad nacional. Arropándolo, el secretario de la Defensa, el general Luis Cresencio Sandoval, dejó la institucionalidad al Estado mexicano y optó por la institucionalidad al gobierno de López Obrador, colocando ambos los cimientos de un estado de excepción.
Se puede oír fuerte, pero eso es lo que sucedió en los últimos días.
La seguridad nacional en México se entiende como “una condición indispensable para garantizar la integridad y la soberanía nacionales, libres de amenazas al Estado en busca de construir una paz duradera y fructífera”. Pero, en aras del “interés público y de seguridad nacional”, el Presidente acordó la noche del lunes que todos sus proyectos de infraestructura estarían resguardados bajo ese paraguas jurídico. López Obrador respondió a las críticas contra el decretazo –por fomentar la opacidad, incentivar la corrupción y violar la Constitución, gobernando al margen de ella–, que lo que busca es evitar que los amparos frenen la conclusión de las obras prometidas.
La simplificación de su discurso y pensamiento no puede ocultar el fondo y la trascendencia de lo que sucedió. Las razones de su Estado no son las mismas que las del Estado mexicano. Una obra pública no puede estar blindada con el argumento de que se trata de la seguridad nacional para defender el interés público, que es definido por él mismo. Para López Obrador el acuerdo se limita a la agilización de los trámites burocráticos, que refleja su exasperación con los amparos que han retardado la construcción de varias de sus obras. Los amparos obedecen a irregularidades en los proyectos ejecutivos, las violaciones ambientales, y errores o ilegalidad en su desarrollo, por lo cual decidió darle la vuelta a la ley, con lo que vulnera la división de poderes y atenta contra leyes aprobadas por el Congreso en diferentes campos (competencia, ambiental o telecomunicaciones, entre otras).
“La seguridad nacional para este gobierno y los militares equivale a la razón de Estado de los regímenes militares de los 60 y los 70, que también fueron caracterizados como regímenes de la seguridad nacional”, explicó Erubiel Tirado, un experto en temas militares y de seguridad. Tirado recuerda las dictaduras latinoamericanas, particularmente del Cono Sur, sin establecer analogías en materia de represión militar, que causaron decenas de miles de muertos en aquellas naciones. Allá se rompió el orden constitucional y se impuso la razón de Estado con el respaldo de las Fuerzas Armadas, sistema que se disolvió al avanzar la democracia.
La represión militar no parece estar en la lógica de López Obrador. La forma como altera el orden constitucional es por otra vía. El decretazo del lunes pretende burlar todas las instancias de vigilancia, borrar la transparencia de sus principales obras de gobierno y actuar al margen de la ley. El Presidente se cansó de tener que ajustarse a la ley o litigar en tribunales. Si las leyes no se le acomodan, al diablo con las leyes, insertando todo lo que le interesa bajo el parámetro de la seguridad nacional, que por definición está cerrada al escrutinio público. Nada tiene que ver una obra de infraestructura civil con la seguridad nacional, pero al Presidente esas minucias no le importan.
López Obrador está respaldado por el Ejército, una institución que también colonizó. El Presidente se siente cómodo con las Fuerzas Armadas y las tiene cooptadas. Las ha llenado de dinero, cuando menos a las jerarquías castrenses, y ahora, con el decretazo, las blindó para que no les encuentren irregularidades o corruptelas, como se reveló, la semana pasada, que el Ejército había utilizado empresas fantasma para asignar contratos por 78 millones de pesos. Ese tipo de revelaciones ya no existirán. Y desde este lunes, todo lo que hagan las Fuerzas Armadas será secreto.
El general secretario de la Defensa ha sido reclutado, como se apreció en su polémico discurso del 20 de noviembre, que enfrentó a quienes consideran que sus palabras violentaron la institucionalidad de las Fuerzas Armadas, y quienes piensan que sus palabras no son, salvo por el contexto, distintas a lo que anteriores jefes militares han dicho. Lo que contrasta fue el cambio cualitativo de palabras entre el general Sandoval y sus antecesores, al haberse apropiado del discurso ideológico del Presidente, como asumir a la Revolución mexicana como “la tercera transformación” y sentirse orgulloso de “contribuir a la transformación” del proyecto de nación lopezobradorista.
Su discurso, en ese sentido, fue excluyente de la mayoría de los mexicanos –tomando como referencia el voto de 2018–, y faccioso (“sus convicciones son una valiosa guía en las acciones que se realizan actualmente para tener un país cada día más libre, más democrático y más justo”). Los indicadores sobre las libertades en México contradicen al general, y son un espejo a su inconsistencia retórica. Pero se explica ese alineamiento en otra parte de su discurso, donde desestimó las críticas por su integración a la vida civil, convirtiendo, cuando menos a los altos mandos, en cómplices de un proyecto de nación del cual se están beneficiando económicamente.
Las razones de su Estado son un instrumento de la acción política que justifica las prácticas coyunturales. Maquiavelo, padre de la política moderna, argumentaba que esta acción se explicaba como salvaguarda de la salud pública del Estado. No es el caso, donde lo que quiere salvaguardar el Presidente es a López Obrador. El Estado es él, y gira en torno a su necesidad de trascendencia, sin importar lo que construyó el lunes, un estado de excepción avalado por las armas del general.
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