El presidente Andrés Manuel López Obrador arrancó la semana muy de malas. Despotricó contra Carmen Aristegui y Proceso por haber publicado una investigación que vincula su programa social Sembrando Vida con la fábrica de chocolates de sus hijos, y los acusó de formar parte del “bloque conservador”, que nunca fueron afines a su causa. Ya sabemos que todo lo que roce con un pétalo a su familia inmediata lo desquicia, por lo que la reacción no fue inusual. También el lunes, una periodista, esta sí identificada con miembros del “bloque conservador”, publicó en The Wall Street Journal una columna crítica del acuerdo presidencial que blinda todas sus megaproyectos para evitar que la prensa meta sus narices o le lluevan amparos. Con esa acción, escribió Mary Anastasia O’Grady, se siente como el principio del fin de la democracia mexicana.
Los dos momentos tienen una conexión, no sólo por la opacidad, sino por la forma como López Obrador toma decisiones. En el primer caso no existe información detallada de cómo decidió explotar en la mañanera contra Aristegui y Proceso, que jugaron un papel fundamental en el descrédito del PRI y del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto que le allanaron el camino, como lo hicieron muchos medios que hoy son descalificados por él, para que pudiera llegar a Palacio Nacional. Lo que ha sucedido en otras ocasiones previas, es que su vocero, Jesús Ramírez Cuevas, el arquitecto de la polarización y jefe de propaganda, que le tiene bien medidos sus humores, le inyecta insidia en la cabeza con datos fuera de contexto y mentiras, que fácilmente lo hacen estallar.
La forma como se refirió a Aristegui y Proceso refleja su poca tolerancia, que lo hace ver muchas veces como un político bipolar que va del cenit al nadir a la velocidad de la luz. Lo que publicó O’Grady tiene un origen similar, por lo cosmético, descontextualizado y sin medir consecuencias, por cuanto a la toma de decisión presidencial.
Desde hace tiempo López Obrador ha reclamado a sus colaboradores las filtraciones a Carlos Loret y a su equipo en Latinus sobre actos de corrupción o de opacidad en su gobierno. El jueves 18 de noviembre Loret presentó una investigación de Isabella González, quien reveló que la Secretaría de la Defensa había utilizado decenas de empresas fantasmas para la adquisición de materiales y servicios en la construcción del aeropuerto Felipe Ángeles. Ese mecanismo, cuando ha sido presuntamente hecho por “opositores” de López Obrador, detonó una investigación inmediata de la Unidad de Inteligencia Financiera y el congelamiento de sus cuentas.
Como consecuencia de la revelación en Latinus, la consejera jurídica de la Presidencia, María Estela Ríos, redactó un acuerdo para blindar las obras y se lo presentó a López Obrador. El Presidente recibió con alegría y satisfacción el acuerdo que había redactado su consejera jurídica –que tuvo el mismo cargo cuando fue jefe de Gobierno en el entonces Distrito Federal– y procedió a publicarlo cuatro días después de la investigación de la reportera González. Dentro de Palacio Nacional hubo expresiones de desacuerdo con el acuerdo, pero nadie se atrevió a objetarlo e ir en contra del Presidente ante el temor de ser descalificado y tildado de saboteador, o de estar contra su proyecto de gobierno.
El mal humor del Presidente ha sido una constante desde hace casi cinco meses, por lo cual sus colaboradores han optado por no encenderlo más. Varios de ellos lo han estado tratando con enorme delicadeza porque se ha mostrado intolerante en varios temas que suponían de interés particular para él. Uno de ellos, donde López Obrador mostró indiferencia y desapego, es el conflicto entre comunidades de Oaxaca y Chiapas por la zona conocida como Los Chimalapas, cuya solución fue una promesa de campaña desde la contienda presidencial en 2012. En esta ocasión, cuando se lo plantearon para estar atentos al fallo de la Suprema Corte, que hace tres semanas retomó el caso, ignoró molesto la recomendación y dijo que lo resolvieran la Corte y las comunidades involucradas.
El rencor del Presidente es un péndulo entre el coraje y el arrepentimiento, como le sucedió tras el cese del exjefe de la Unidad de Inteligencia Financiera, Santiago Nieto, no por él, sino porque su salida podría lastimar su imagen de combate a la corrupción. Sin embargo, un día piensa de una forma y al otro ya cambió de parecer. Un botón de muestra fue cuando al secretario de Salud, Jorge Alcocer, y al subsecretario, Hugo López-Gatell, los instruyó a que desoyeran los mandatos de una jueza y que no vacunaran a menores de 17 años con comorbilidades. Una semana después, la instrucción fue la contraria.
López Obrador llamó “hermano” a su exconsejero jurídico, Julio Scherer, un día después de renunciar al cargo, pero avaló que el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, en una vendetta personal, iniciara una investigación en su contra. Pero Gertz Manero tampoco está en la confianza del Presidente, e implícitamente lo señala de haber sido quien filtró a las autoridades guatemaltecas los aviones privados que salieron de Toluca al aeropuerto de La Aurora, en Guatemala, con invitados a la boda de Nieto, varios de los cuales fueron detenidos por las autoridades migratorias.
López Obrador cada vez se está encerrando en su ala más radical, que escucha con mucha atención. No hay las rectificaciones que quisieran los moderados, sino ratificaciones. La última fue la confirmación de José Antonio Romero Tellaeche al frente de la dirección del CIDE, pese a las protestas de alumnos e investigadores y a los señalamientos de su coordinador de asesores, Lázaro Cárdenas, de que las recomendaciones hechas por un intelectual muy cercano al Presidente habían causado muchos problemas por la soberbia de los sugeridos.
En la medida en que se encierre más en el núcleo más radical de su movimiento, más intolerancia veremos de su parte, al parejo de más decisiones tomadas con el hígado, nada propias de un presidente.
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