En la parte cimera de su discurso al celebrar sus primeros tres años de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador se definió como un hombre de izquierda que defiende sin medias tintas su ideología. López Obrador se mueve en la geometría político-ideológica que toma el conflicto entre liberales y conservadores en la segunda parte del siglo 19 como combustible de su anatema contra quienes disienten de sus ideas y sueños. Se asume como un político de izquierda y así lo identifican en el mundo, pero la realidad, como siempre, es un poco más compleja.
Las generalizaciones abundan. La izquierda busca un cambio radical –como retóricamente propone López Obrador–, mientras que la derecha busca mantener las tradiciones –”los privilegios”, acusa–. La izquierda critica el capitalismo que explota a quienes menos tienen –lo que dice el Presidente de los “30 años de neoliberalismo”–, y la derecha, aunque también incluyen liberales, mantiene la fracasada teoría de Ronald Reagan de los 80 del trickle down economics, donde los beneficios para quienes más ganaban suponía que se desaparramaría en el resto de la población –algo que el miércoles López Obrador mandó al “carajo”, con razón.
Analizado por sus palabras, López Obrador sí es un hombre de izquierda. En los hechos y decisiones, es un político de la derecha tradicional y conservadora. Hay cosas que no oculta y las presume. La más relevante, la estricta disciplina fiscal que mantiene la estabilidad macroeconómica con el objetivo de tener un desarrollo económico sostenido. En efecto, mantuvo la estabilidad macroeconómica y evitó endeudar al país, pero el crecimiento es negativo. O sea, su política fiscal de derecha fracasó.
No hubo violencia ni tensiones sociales generalizadas porque la gobernabilidad la mantuvieron las remesas desde Estados Unidos, que alcanzaron niveles históricos porque Donald Trump y Joe Biden hicieron lo que no hizo aquí López Obrador: estímulos fiscales para empresas y transferencias directas focalizadas para quienes menos dinero tenían para sobrevivir. Su disciplina fiscal ha sido aplaudida por gobiernos e instituciones que entran en su clasificación de “neoliberales”.
El Presidente dice trabajar por y para el pueblo, porque “por el bien de todos, primero los pobres”. Sin embargo, los más sacrificados en la primera mitad del sexenio fueron ellos. Entre 2018 y 2021, de acuerdo al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, el número de mexicanos en situación de pobreza subió de 51.9 millones en el último año de Enrique Peña Nieto, a 55.7 millones. Sus programas sociales, evidentemente, no tuvieron el efecto esperado. Se puede argumentar que se debió a que cambió la política social que focalizaba las transferencias de recursos, para hacerlas universales. El resultado es una tragedia para los pobres.
Según la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares 2018 y 2020, el número de hogares beneficiarios de un programa social en el decil 1, que es el más pobre, fue de 1.9 millones en el último año de Peña Nieto, mientras que el año pasado alcanzó a 1.3 millones –600 mil hogares menos–. En el siguiente decil, llegaron programas a 1.5 millones de hogares en 2018, pero sólo a 1.2 en 2020. Si nos vamos al decil 10, quienes más ingreso tienen, el número de hogares beneficiarios en 2018 fueron 300 mil, mientras que en 2020, 800 mil. En el decil 9, los hogares que recibieron beneficios en 2018 fueron 500 mil, contra 800 mil que los tuvieron en 2020.
Si se analizan los montos trimestrales de los programas recibidos en cada hogar, el gobierno de Peña Nieto entregó más programas y más dinero a quienes menos tenían, y el de López Obrador le dio más programas y dinero a los que más tenían. Si uno observa los beneficiarios en la tabla de los 10 deciles, hay una línea descendente, de los más pobres a los más ricos, de beneficiarios de programas sociales en 2018, y una línea más o menos estable de beneficios en todos los deciles en 2020. López Obrador no pareció poner en práctica una política social eficiente, sino programas clientelares en todos los segmentos socioeconómicos.
Los datos derrumban su frase de “primero los pobres”. En los hechos, la política económica de un izquierdista busca la igualdad en el ingreso, pero no retórica, como hace López Obrador, sino mediante impuestos progresivos a quienes más tienen –que se niega a hacer–, y gasto en infraestructura –a la Secretaría de Comunicaciones le quitó 34.3 por ciento de su presupuesto para el próximo año, y la caída real en construcción de carreteras en lo que va del sexenio fue de 70.3 por ciento–. La política económica de un derechista es menos impuestos, gasto presupuestal reducido y un presupuesto balanceado. O sea, “austeridad republicana”.
Un izquierdista favorece la educación pública y gratuita, pero un derechista no da presupuesto para que eso suceda. Un izquierdista quiere que Estados Unidos regularice millones de indocumentados, pero un derechista manda policías y militares a frenar la inmigración. Un derechista como López Obrador está en contra del aborto, y cuando fue jefe de Gobierno de la Ciudad de México ayudó a la Iglesia católica para que la izquierda no aprobara su despenalización. Dice que el feminismo fue un invento de los neoliberales, ignorando la lucha histórica por igualdad de género –por cierto, no habló de ello el miércoles–. Lo mismo alega de las políticas ambientales, donde un izquierdista apuesta por las energías limpias, y no como él, que promueve las energías fósiles.
Un liberal, como también se llama hoy en día a un izquierdista, considera que se necesita al gobierno para proteger a los individuos, donde las leyes, el Poder Judicial y la Policía son garantes de la vida y la libertad. Pero un autócrata, de derecha o de izquierda, no diseña un sistema que le permita al gobierno disponer del poder necesario para proteger la libertad individual, y prevenirlo que abuse de su poder. Eso, le estorba.
¿Es izquierdista López Obrador? Definitivamente no. Está muy lejos de serlo.