El presidente Andrés Manuel López Obrador realizó un nuevo ajuste en su gobierno. La decisión, tomada antes de que cayera enfermo de ómicron, es bastante clara en intención, y muestra las dos grandes preocupaciones que tiene en este momento. La primera tiene que ver con su sueño juvenil de conectar el sureste del país con un tren; la segunda, su preocupación electoral, no sólo para los próximos comicios, sino para preparar la sucesión presidencial. López Obrador no engaña, ni siquiera cuando destituye a funcionarios que alcanzaron su máximo nivel de incompetencia –el principio de Peter–, pero como en todos aquellos casos donde no siente que lo traicionaron, protege sin importar que vaya en perjuicio de otras áreas de gobierno que piensa secundarias en importancia. Los cambios, si bien sorpresivos, van en esa dirección.
Lo más relevante, por lo que significa para él, aunque menor en nivel jerárquico, es el reacomodo que hizo para rescatar la obra del Tren Maya, cuya programación para que se entregue y empiece a funcionar a finales del próximo año, está en riesgo. Visto en retrospectiva, el Presidente adelantó la semana pasada lo que venía pensando, cuando anunció que se cambiaría el trazo de la ruta en Quintana Roo, y que apelarían a la comprensión de los hoteleros para poder adquirir los espaldares de sus terrenos, con lo cual habrá un costo de mil millones de pesos si aceptan vender parte de sus propiedades.
¡Qué horror! El proyecto del Tren Maya, anunciado en agosto de 2018, recién pasadas las elecciones, tres años y medio después resultó en un fiasco acotado, donde uno de sus principales tramos iba a tener que volverse a diseñar. Pero era eso o un desastre peor. El diseño ha sufrido varios cambios de ruta. Unos, como el anunciado el año pasado donde ya no pasaría por Mérida, obedecía a problemas políticos: como la alcaldía y la gubernatura están en manos del PAN, no quería el Presidente regalarles parte de su sueño, pese a que Mérida es la única ciudad por donde pasaría, que tiene una estación de ferrocarril y las vías para que pudiera entrar sin problema a la misma. Otros cambios no fueron por motivos ideológicos, sino de incapacidad de sus gestores.
Rogelio Jiménez Pons, que como director del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) fue el responsable de realizar la obra, admitió recientemente que ésta tenía cinco meses de retraso por burocracias y fallas geológicas. Para que no se escuchara dramático, funcionarios federales las llamaron socavones, pero en realidad eran cenotes que no se habían visto en el trazo original. Algunos de ellos los rellenaron con cemento –Fonatur lo niega–; no podían hacerlo con todos, ni construir puentes para librarlos, como en algún momento consideraron.
Jiménez Pons, que también había dejado de pagar a proveedores y constructores durante varios meses, ya no pudo seguir en el cargo. López Obrador le cortó la cabeza y tuvo que entrar al rescate de su Tren Maya, abrir la chequera y ofrecer mil millones de pesos a los hoteleros para que vendan terrenos y pueda cumplir con el plazo prometido para su entrega. Jiménez Pons no se va al basurero del olvido presidencial, porque López Obrador lo designó como nuevo subsecretario de Transportes de la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes, en sustitución de Morán Moguel.
Morán Moguel también tiene culpas en las demoras en la construcción del Tren Maya, por la forma descuidada y nada organizada con la que ha trabajado no sólo en esa área, sino en el resto a las que tenía asignadas. El exsubsecretario se involucró en conflictos tan serios con otros funcionarios, que prácticamente tenía rota la comunicación con el secretario, Jorge Arganiz, quien desde hace aproximadamente seis meses no le toma las llamadas, según funcionarios de la dependencia. Aunque incompetente, tampoco cayó sin red de protección. El Presidente lo designó director del Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Otra desgracia. Paradójicamente –¿o será castigo?–, el nombramiento se dio pese a que autorizó presupuesto para la mejoría de sus dos terminales, y como cualquier viajero se puede dar cuenta, no sólo es invisible alguna mejoría, sino parece como si el Benito Juárez estuviera en el abandono y en espiral decadente.
Pero si estos cambios son para espantarse administrativamente, el sustituto de Jiménez Pons es, en términos de credenciales y gestión, y pese a la competencia de los malos, el peor de todos. Se trata de Javier May Rodríguez, tan incapaz, que en marzo de 2020 lo destituyó la secretaria del Bienestar, María Luisa Albores. El cese no se concretó porque el Presidente entró al rescate de su paisano y amigo, quien seis meses después, en una de esas acciones presidenciales que subrayan el aprecio a la lealtad y el desprecio a la capacidad, removió a Albores, enviándola como secretaria del Medio Ambiente, y la sustituyó con May Rodríguez.
May Rodríguez siguió siendo lo que era, entregado a quien, desde el principio de la administración, tenía López Obrador como su cuña, la subsecretaria de Bienestar, Ariadna Montiel, una operadora política con experiencia, que trabajó con Gabriel García Hernández, que era el responsable en Palacio Nacional de la estrategia electoral, quien le indicaba en qué zonas inyectar programas sociales para tener una mayor rentabilidad política. Montiel sustituirá a May Rodríguez, y el puesto de subsecretaria que desempeñaba lo ocupará María del Rocío García Pérez, que trabajó con López Obrador desde que era jefe de Gobierno de la Ciudad de México.
Fonatur tendrá como director a un probado incompetente, por lo que no nos deberá extrañar que el control de la obra, de facto, pase a manos del Ejército. May Rodríguez podrá seguir cobrando del erario sin hacer mayor daño a la administración, mientras que abre los espacios para que el Presidente comience a estructurar lo que será su nueva maquinaria electoral, con Montiel como una de sus cabezas estratégicas.
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