Una persona que conoce hace tiempo a Hugo López-Gatell, el subsecretario de Salud responsable de la estrategia para combatir la pandemia del coronavirus, dice que se lo puede imaginar perfectamente en las noches viéndose al espejo lleno de incertidumbre sobre su futuro. ¿Tendrá uno? Sus profesores y mentores lo han criticado públicamente y él, con la soberbia que le dio el empoderamiento prestado por el Presidente, menospreció a algunos e ignoró a otros. López-Gatell escogió el camino de la política por encima del de la ciencia ante el encanto del poder que, en algún momento hace casi dos años, llevó a su equipo a pensar que podría ser el sucesor de Andrés Manuel López Obrador.
López-Gatell ha sido un fusible quemado desde hace al menos ocho meses, pero el Presidente se ha negado a sustituirlo porque considera que el impacto negativo será sobre él. No le preocupa a López Obrador el evidente desastre de la estrategia contra la pandemia, sino su imagen y la interpretación de que relevarlo sería aceptar que se equivocó. López Obrador nunca leyó en Marx que era dialéctico rectificar, aunque habría que aclarar que el Presidente encontró en el subsecretario una caja de resonancia, y que así como navegaron juntos en la misma lancha hacia la catarata, hubo otros momentos en los que simplemente ignoró sus recomendaciones.
La última importante, cuando a principios de diciembre le habló sobre la variante ómicron y sugirió medidas para evitar que llegara, como el COVID-19 y sus variantes previas, por las fronteras abiertas al mundo. López Obrador ni siquiera quiso escucharlo, y atajó varias veces sin que pudiera terminar sus argumentos, para decirle que ni pararía la actividad económica ni cerraría las fronteras. El resultado lo tenemos ahora. El Presidente volvió a infectarse del coronavirus, pasando a ser parte de la estadística sanitaria que esta semana rompió los niveles históricos de contagios, incluido un incremento de contagios en los menores, y una escalada en la saturación de hospitales.
López Obrador supo de la velocidad de ómicron en su propia casa, Palacio Nacional, donde en diciembre hubo un brote, a lo que siguió el contagio de varios miembros de su gabinete, que dieron positivo a COVID-19. Pudo haber sido peor, sin duda. En una reunión a principios de diciembre, López-Gatell convenció al Presidente de que no era necesario aplicar un refuerzo en ningún grupo de edad, y que eso debería comenzar en la primavera. Argumentaba que no había suficiente evidencia científica que probara su conveniencia y así hubiera sido, salvo que el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, que habló al final con el Presidente, lo persuadió de lo contrario. El refuerzo ha ayudado a reducir la presión sobre el sistema de salud y a limitar las muertes.
López-Gatell no ha sido un zar del coronavirus ambivalente, como pudiera sugerir su postura frente al tsunami que vio venir con ómicron. Ha sido un funcionario irresponsable sobre el cual ya existen denuncias penales por negligencia criminal, que en estos momentos han podido ser frenadas y desestimadas en el Poder Judicial por la influencia del Presidente sobre quienes mandan en esa rama del Estado mexicano. Pero nada es para siempre, y López-Gatell terminará ante un ministerio público o una corte internacional, para responder por sus sandeces, negligencias, mentiras y desinformación, que probablemente provocaron miles de muertes innecesarias por la mala estrategia que diseñó para contener al COVID-19. Sabía que estaban engañando a la nación.
Cuando fue llamado a comparecer, su participación en el Senado fue el tema en una reunión en Palacio Nacional, donde al preguntarle si estaba preparado para enfrentar los cuestionamientos de la oposición, respondió que era mejor que se cancelara su comparecencia porque había información que contradecía por completo el discurso presidencial y desnudaba las deficiencias de la estrategia, que se sustentó en consideraciones políticas, no científicas. La comparecencia se dio días después en la Cámara de Diputados, pero el subsecretario detuvo su participación mediante una justificación tramposa cuando lo estaban criticando, se paró y literalmente se fue.
López-Gatell ha actuado con dolo, sin importar, como tampoco le interesa al Presidente, la vida y la salud de los mexicanos. “Hugo tuvo una gran oportunidad en sus manos y hacerle un gran servicio al país, pero la desaprovechó”, recuerda su amigo. “Hubo un momento en que le pudo decir al Presidente ‘no, eso no lo podemos hacer’, pero se quedó callado. Después de eso, ya era imposible que lo hiciera”. El zar del coronavirus se convirtió en una caricatura de sí mismo, diciendo tonterías, desde el punto de vista científico, como el que la “fuerza moral” del Presidente lo hacía inmune al COVID, errores con consecuencias letales por su larga oposición a las pruebas y a las vacunas, o la minimización de la pandemia.
La desastrosa estrategia de López-Gatell, acomodada a los deseos y objetivos políticos del Presidente, provocó que a finales de noviembre la Organización Mundial de la Salud sugiriera al gobierno mexicano revisar la estrategia del subsecretario, y pidiera un extrañamiento por su posición ante las vacunas y el no uso de la mascarilla. López Obrador no le llamó la atención, pero aumentó su congelamiento y profundizó su distanciamiento. Públicamente era todo lo contrario. López Obrador hablaba bien de él en las mañaneras, aunque al mismo tiempo, le había apagado los reflectores y, de alguna manera, cortado la locuacidad.
Los dos López no han cambiado. Siguen diciendo mentiras, como que México era el país donde menos muertes había dejado el COVID-19, o equiparar la variante ómicron con una gripa. Pero si los dos López bailan tango, no son iguales, uno tiene repulsión a la ciencia, exuda prejuicios e ignorancia, mientras que el otro es un adulador que se traicionó a sí mismo. El Presidente ya está buscando a su sustituto, lo que no significa que López-Gatell está en la puerta de salida, pero sí que la gracia para con él ya se acabó.