Que el presidente haya decidido que sus enemigos son los periodistas, no resolverá sus problemas, sino los puede empeorar. Pelearse, insultarlos y descalificarlos, crea condiciones de alto riesgo para la integridad de los periodistas y, a la vez, lo hace vulnerable. Quizás Andrés Manuel López Obrador no se ha percatado que el bosque está ardiendo, pero para efectos de argumentación valdría preguntarse ¿qué sucedería si uno de esos periodistas a los que ataca, y señala como brazo ejecutor de quienes -dice-, han oprimido y perjudicado a la gente, fuera asesinado? No sería culpable del crimen, pero sí responsable. El costo político recaería mayoritariamente sobre él y habría inestabilidad por la tensión y la presión, como fue en 1984 por el asesinato de Manuel Buendía.
Anteriormente se ha señalado aquí que la palabra de los poderosos no matan, pero los climas sociopolíticos que construyen, sí. Por la cabeza de López Obrador, queremos pensar, no cruza el deseo que muera un periodista, pero la forma como se expresa de varios comunicadores e intelectuales, con su creciente sevicia oral, con epítetos y arengas que estimulan el linchamiento digital, equivale a un llamado a la acción. El presidente actúa como si el lenguaje abusivo contra periodistas no fuera a tener repercusiones futuras, pero está equivocado. Las fronteras de respeto y civilidad están rotas y cualquier cosa puede suceder.
La violencia contra periodistas en México muestra los síntomas de una putrefacción sistémica. Leopoldo Maldonado, director regional de Artículo 19, sostiene que las autoridades locales se han valido del discurso presidencial, “que se ha convertido en una invitación para que la violencia se perpetúe”, al utilizar gobernadores, alcaldes, funcionarios o políticos locales, la misma retórica, acoso judicial, amenazas y agresiones físicas. En México, apuntaron los reporteros María Idalia Gómez y Jonathan Nácar en una investigación sobre crímenes de periodistas, las autoridades y los gobiernos, principales responsables de salvaguardar la integridad de la sociedad, son quienes prolongan, motivan o toleran los ataques contra la prensa.
Durante una buena parte del primer medio de su sexenio, López Obrador atacó con insultos, mentiras y difamaciones a un grupo de periodistas e intelectuales que criticaban sus políticas. Ese pequeño grupo había sido consistente en su abordaje con otros presidentes, pero convenientemente López Obrador lo olvidó. Gradualmente, con más ataques a la prensa, más periodistas fueron perdiendo el miedo de ser linchados en la mañanera y empezaron a defenderse. El presidente escaló, y los periodistas hicieron lo mismo. La civilidad ha sido rebasada por la violencia retórica en los dos sentidos, donde lo que en un principio era para algunos periodistas una lucha de sobrevivencia, se ha convertido en un tour de force donde los insultos del presidente se están respondiendo con desafíos y retos—y de manera creciente, también con insultos.
Apenas el viernes pasado, de la nada, López Obrador embistió a Carmen Aristegui, que cayó de su gracia y se convirtió en una enemiga más tras la publicación de un trabajo colectivo sobre el negocio chocolatero de sus hijos. No toleró que hiciera su trabajo, al que no evaluó en sus méritos, sino la calificó en el contexto de su maniqueísmo de si no están incondicionalmente con él, son aliados de sus enemigos. La acusó de hipócrita y embustera, porque “engañó durante mucho tiempo”. Aristegui se defendió: “me acusa de cosas absolutamente absurdas y ya que cada quien analice quién engaña a quien, y cada quién que se haga cargo de su biografía. Ya veremos en qué termina esta historia”.
Antes le dedicó varias mañaneras a Carlos Loret, colaborador de Latinus, que junto con Mexicanos Contra la Corrupción difundió una investigación sobre la casa que rentaron su hijo y su nuera a un petrolero cuya empresa recibió contratos de Pemex. López Obrador lo acusó de “corrupto, golpeador, mercenario y sin principios”, y Loret le respondió que “el presidente sólo responde con calumnias, (porque) es lo único que sabe hacer”. Igualmente de la nada, el presidente atacó a Brozo, el payaso inventado por Víctor Trujillo, quien el viernes pasado, le respondió de una forma como no se recuerda que le hayan hablado públicamente a un presidente.
La línea de respeto a la investidura presidencial está borrada, pero quien la eliminó fue el propio presidente con sus abusos retóricos contra la prensa y los periodistas. El respeto viene de manera natural a la investidura, pero cuando quien la porta rompe las reglas de tolerancia y contención, llega un momento en que quien ha sido atacado, responderá proporcionalmente y se elevarán los costes políticos del enfrentamiento.
López Obrador comenzó a hablar sobre medios y comunicadores argumentando su derecho de réplica. Estos derechos siempre han existido, máxime cuando se trata de un presidente. Esa dialéctica de confrontación de presidentes con medios y gremio no es nueva, pero la violencia que anima y desata López Obrador sí. El presidente no habla con la élite, sino a su militancia y la gente, incitando a ese “tigre” que mencionó como amenaza durante la campaña presidencial ante empresarios, diciéndoles que podría salir a la calle si no ganaba la elección.
Ese “tigre” no es virtual, y así como hay un sector tutelado y utilizado escalonada y proporcionalmente para los objetivos de corto plazo -el daño reputacional a comunicadores e intelectuales, por ejemplo-, hay otros que corren sin control en la ruta de su fanatismo. Es tan sistemático el presidente en sus ataques, pero con calificativos cada vez más brutales, que está sembrando las condiciones para que alguien aproveche la coyuntura.
Puede ser, en lo más rupestre, que quien tenga un diferendo personal con alguien de su galería de tiro en la mañanera, puedan llegar a pensar que si actúa y cobra venganza, puede salir impune. Pero puede haber otros, enemigos reales, que podrían considerar que en las condiciones actuales, asesinar a un periodista podría no sólo desestabilizar al presidente por la reacción nacional e internacional que habría, sino quizás, darle un buen empujón al despeñadero. El encono, la frustración y la desesperación pueden afectar al presidente cuando medios y periodistas le ponen un espejo para que vea su gobierno, pero debe predominar su inteligencia, porque si asesinan a uno de nosotros, él y todos perdemos.
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