Nadie puede perder la capacidad de asombro frente al presidente Andrés Manuel López Obrador. Cuando uno cree que ya no puede profundizar más un conflicto, acelera y lo logra. Su incontinencia beligerante es asombrosa, así como su inagotable capacidad para pelearse con todo el mundo, literal, todo el tiempo. No hay escalas para López Obrador. Es igual Joe Biden que Eugenio Derbez, Arturo Zaldívar que el gobierno de España, Lorenzo Córdova que el Parlamento Europeo. En su cabeza no hay una estructura jerárquica, sino un potaje de emociones.
Todo aquello que no calza con sus convicciones viene de sus adversarios o se debe a que no entienden lo que sucede. Así, la invasión de Ucrania era culpa de la ONU porque no hizo bien su trabajo político, o que la Estatua de la Libertad en Nueva York se iba a poner verde (de hecho, es verde) del coraje por cómo se minan las libertades en Estados Unidos.
En López Obrador no hay filtros. Su pecho carga una máquina de rencor y agresión incansable, generadora de vituperios que escupe mentiras y verdades a medias, que aumenta cada semana la presión y los ataques. El Presidente tiene una inmensa autoestima y ve con desdén a todos los demás, pues de otra forma no se entendería la furia de sus embestidas a partir de acusaciones, muchas infundadas, que tarde o temprano tendrán repercusiones y consecuencias para él.
En los últimos días se ha notado desquiciado, sin control sobre el futuro inmediato.
No le gustó que la Suprema Corte revisara sólo la constitucionalidad de su ley eléctrica, por lo que la fustigó e insultó al no extralimitarse ilegalmente en sus responsabilidades, pronunciando lo que seguramente será una de las grandes frases de su sexenio, que posiblemente definirá lo que es: “No me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”. Pues sí, Presidente. La ley es la ley, que juró obedecer –aunque la viola constantemente–, y quiere que todos le sigan el paso, que salvo sus incondicionales y oportunistas, nadie parece dispuesto a trastocar.
Al tratar de empujar a la Corte a violar la ley y que emitiera juicios políticos en lugar de jurídicos, como lo hizo la ministra Loretta Ortiz al justificar sus dictámenes sobre la constitucionalidad de la ley eléctrica, el Presidente ejerció presión moral a partir de patrañas. Cómo decían que era inconstitucional su ley, alegó, si la reforma energética del presidente Enrique Peña Nieto se había aprobado con sobornos a los legisladores.
López Obrador se refería a la imputación que hizo Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, que, en una declaración manufacturada en la Fiscalía General, afirmó que los millones de dólares que recibió de Odebrecht terminaron en el bolsillo de senadores y diputados para votar a favor de la reforma. Esa declaración colapsó. Lozoya no pudo probar nada, pero Odebrecht sí: los sobornos fueron para el exdirector de Pemex, para nadie más. El Presidente torció la realidad a fin de atacar a los ministros e influir en sus juicios.
Todos mienten, menos él. Su actitud no es nueva, pero sí el alcance de su osadía. Llamó “mentirosos” a cuatro senadores estadounidenses que enviaron una carta al secretario de Estado, Antony Blinken, y al procurador general, Merrick Garland, para expresarles su preocupación por el uso faccioso de la Fiscalía General para perseguir políticamente a quien le indique el Presidente. López Obrador los etiquetó, aunque dijo que les faltaba información. Minimizó la carta señalando que, afortunadamente, eran sólo cuatro senadores y que se inscribía en el proceso de reelección de año. Qué mal enterado está el Presidente.
Entre esos cuatro senadores se encuentran dos muy influyentes, Bob Menéndez, presidente del poderoso Comité de Relaciones Exteriores, y Patrick Leahy, presidente del estratégico Comité de Apropiaciones, que es el más grande del Senado y el que reparte presupuestos y aprueba los proyectos. Además de ignorar su peso político y el peso que pueda tener esa carta, también desconocía que la preocupación por su reelección no existe. Menéndez será senador hasta enero de 2025, y podría buscar la reelección en noviembre de 2024; Leahy anunció en noviembre que no buscaría reelegirse.
López Obrador sigue sembrando problemas con Estados Unidos. La víspera, redujo a cabildeo –lobby lo llamó– la relación institucional entre los dos países. “Me consta” que cabildean funcionarios del gobierno, descalificando las preocupaciones del representante de la Casa Blanca para el cambio climático, exsecretario de Estado y exprecandidato presidencial, John Kerry, la secretaria de Energía y el secretario de Agricultura, e insultándolos. Tres horas y media después, el embajador Ken Salazar se apersonó en Palacio Nacional para hablar del tema. No se saben los detalles de su conversación, pero mensajes previos al Presidente han advertido que si seguía hablando sin fundamento, tendría una respuesta pública que no le iba a gustar.
Da igual. Al Presidente no le gusta nada. Encolerizó porque no lo dejó la Suprema Corte echar mano de los ahorros para utilizarlos en lo que quisiera, y rechazar la aberración de que un funcionario tendría que dejar de trabajar en el campo donde ejerció en el gobierno, durante 10 años. López Obrador cuestionó que fueran buenos abogados y les dijo “abogados patronales”, golpeando directamente al presidente de la Corte, su aliado Zaldívar, quien trabajaba para el magnate Carlos Slim, incluso, hasta después de haber sido aprobado como ministro.
López Obrador se comporta a veces como un niño berrinchudo, mal educado y egoísta. Piensa que saldrá impune de todo, pese a todo. Quién sabe. A lo mejor sí, y todas las agresiones en 360 grados son menos graves para sus interlocutores que tener inestabilidad en México. Pero a lo mejor no, y el revés podría ser proporcional al nivel de hostilidad, agresión e insulto que profiere. Ya veremos cuál será la respuesta de aquellos a quienes ha maltratado. Por lo pronto, todo indica que no se irá impune.