En los últimos meses se ha acumulado suficiente evidencia empírica para afirmar que el presidente Andrés Manuel López Obrador está preparando quedarse con la presidencia al término de su mandato. Quizá no propiamente en sus manos, pero sí a través de una o un títere. Esta evidencia empírica choca con su discurso de que es un demócrata, que no se reelegirá y que no permitirá que surja en México una dictadura. Aunque una parte de la sociedad informada lo considera un autócrata que corre hacia una dictadura, teóricamente, sin embargo, López Obrador parece tener razón.
Su lucha no ha sido contra la democracia per se, sino contra la democracia liberal. Él es un demócrata iliberal, o sea, que no cree en las instituciones, ni en el Estado de derecho, ni en las normas. Es un populista, como abundan hoy en el mundo, que paradójicamente surgió gracias a la democracia, como Zac Gershberg y Sean Illing argumentan en su nuevo libro (The Paradox of Democracy). No está claro dónde terminará la disrupción democrática que se vive, pero lo que sí es seguro es que no regresarán los tiempos idos. Los que vengan, es un misterio qué modelo consolidarán.
Pero aquí, en México, sí podemos perfilar lo que vendrá en las elecciones presidenciales de 2024. En la precampaña y la campaña, habrá violaciones sistemáticas a la ley por parte del Presidente, Morena y quienes abanderen al partido en el poder. Lo vimos durante el proceso de la revocación de mandato, un ejercicio más para fortalecer el consenso de López Obrador –que no se logró– que la ejecución de un recurso democrático.
El Presidente mismo violó las leyes electorales, su gabinete recibió instrucciones de hacer campaña para inducir el voto en la consulta de la revocación de mandato –violando también las leyes electorales– y los órganos electorales se vieron rebasados por la forma como quienes rompieron las normas los ignoraron, aumentando su impotencia porque, frente a tanta ilegalidad, carecen de dientes –o valor– para poder aplicar la ley. Si no fuera así, probablemente el Tribunal Electoral podría determinar que la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, y el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, están inhabilitados para participar en el proceso presidencial por sus violaciones a la ley en ese ejercicio.
Para la consulta de la revocación de mandato se utilizaron recursos públicos, más allá de los presupuestados por el INE, y el secretario López realizó giras estatales donde habló con presidentes municipales de oposición y les ofreció dinero para obra pública a cambio de cuotas de votos hechas a la medida, para que garantizaran un mínimo de sufragios y que fueran a favor de López Obrador.
La elección interna de Morena este fin de semana para elegir delegados al Congreso Nacional que se celebrará en septiembre, cuyo objetivo es elegir a la dirigencia del partido que acompañará la elección presidencial de 2024, fue un ejercicio profundamente iliberal. Es decir, dentro de un andamiaje democrático –sufragio libre y secreto– se generó la distorsión –caos, violencia, acarreos de votantes, robo de urnas–. Lo que sucedió no fue sorpresa. Cada proceso de elección interna moreno en los últimos años termina en lo mismo. Lo único que faltó en esta ocasión fueron los balazos. El ADN de Morena no va a cambiar; es genéticamente antidemocrático, pero aún está lejos de ser autoritario o dictatorial.
No obstante, como las violaciones a la ley del Presidente y las figuras más relevantes para 2024, el comportamiento de la militancia de Morena pinta el horizonte que veremos en las elecciones presidenciales. Si no ganan, arrebatan. ¿Cómo lo harían? La denuncia de fraude cometido por la oposición, con financiamiento de Estados Unidos y de los grupos económicos despojados de sus privilegios –las ideas parten del discurso cotidiano de López Obrador–, provocaría la toma de las calles y el secuestro del INE, para entonces con una presidenta a modo de López Obrador. La izquierda social podría fácilmente desestabilizar al país –su operación contra el gasolinazo en 2017 es prueba de su eficacia– y descarrilar el proceso.
En esas condiciones, López Obrador bien podría aumentar su mandato –que no sería una reelección, teóricamente hablando– con el apoyo del Ejército, cobrando en ese momento los favores recibidos en dinero y especie, en los altos mandos castrenses. Al haber abandonado la cúpula militar la institucionalidad por el partidismo, como ha quedado demostrado en varios discursos pronunciados por el jefe de las Fuerzas Armadas, el autogolpe no es algo que hoy se vea descabellado.
¿Estaría López Obrador dispuesto a esto? Es un salto muy grande, por lo que su mejor alternativa, con toda la fuerza de su presidencia legal, es transgredir la ley, como lo ha hecho en todos los capítulos importantes de la vida pública desde que inició su administración, ante el débil diseño de las instituciones y la subordinación del Poder Legislativo, y en cierta manera la cabeza del Poder Judicial a sus ideas y deseos, sin olvidar que para entonces, la presidencia estará en manos de una de sus ministras incondicionales.
Los andamiajes de la democracia serán utilizados por López Obrador para perpetuarse en el poder, directa o indirectamente. La evidencia empírica que apunta en esta dirección tendría que ser analizada por quienes apuesten por elecciones justas y libres, donde el resultado no es lo más relevante en esa parte del proceso. Lo que hemos experimentado es contrario al espíritu democrático liberal, con incertidumbre en el proceso y certidumbre en el resultado.
En este momento, es relevante que la oposición piense en una estrategia paralela a sus alianzas y selección de candidaturas, para que, si llegara a darse su victoria –hoy en día aparentemente inalcanzable–, López Obrador tenga que aceptar la derrota de su proyecto e impedir una desestabilización para que Morena no entregue el poder. Dados sus antecedentes, jamás aceptará que perdió. La estrategia para que eso no suceda, está en marcha.
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