La discusión política en torno al anuncio del presidente Andrés Manuel López Obrador de que, por decreto, leyes orgánicas o reformas constitucionales, adscribirá totalmente la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional –haciendo de jure lo que es de facto–, por ser violatorio a la Constitución y por minar la separación de poderes, deja sin resolver varios puntos, como la motivación, la justificación y el objetivo que persigue.
En una primera interpretación, apresurar el paso de la Guardia Nacional a la Defensa Nacional pareciera ser, como algunos analistas consideran, el reconocimiento de que su estrategia de seguridad fracasó. Esto llevaría a la justificación, subrayada por generales que están preparando los documentos para la docena de reformas constitucionales que quieren, que es importante que ese cuerpo se rija por la mismas normas –porque doctrina y capacitación ya las tiene– que el Ejército. La razón es que sólo de esa manera podría pacificarse el país.
Si se reflexiona seriamente, esto es una mentira. Por un lado, la Guardia Nacional, aunque incorporada a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, ha sido militar desde su creación, en 2019. Su integración fue con soldados, su comandancia recayó en el general Luis Rodríguez Bucio y toda la estructura de mando está encabezada por oficiales. El general Rodríguez Bucio nunca le rindió cuentas al entonces secretario, Alfonso Durazo, o a la actual secretaria, Rosa Icela Rodríguez, sino al Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. La Marina, que originalmente incorporaría elementos a ese cuerpo, está alejada de la Guardia Nacional para efectos prácticos y operativos.
Pero lo más importante, que tiene que ver con los objetivos, son los resultados alcanzados y los que, dentro de la Defensa Nacional, tendrían que cumplirse. Si se analiza con categorías de análisis convencionales, la Guardia Nacional ha sido un fracaso. Con 121 mil elementos desplegados territorialmente, su rendimiento frente a la reducción de la inseguridad y la violencia ha sido un desastre en comparación con la Policía Federal, el cuerpo al que sustituyó, durante los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, cuando tuvo un despliegue territorial casi cinco veces menor que en el de López Obrador.
Durante los tres primeros años del sexenio de Calderón, los homicidios dolosos totalizaron 8 mil 867 (2007), 14 mil 6 (2008) y 19 mil 903 (2009), y en el mismo periodo de Peña Nieto, 23 mil 63 (2013), 20 mil 10 (2014) y 20 mil 762 (2015). En la primera mitad del sexenio de López Obrador, los números fueron 36 mil 661 (2019), 38 mil 773 (2019) y 36 mil 773 (2020). Con mucho mayor fuerza desplegada en el país, en los primeros 45 meses del gobierno de López Obrador se registraron 130 mil 373 homicidios dolosos, contra 60 mil 319 en el de Calderón y 81 mil 299 en el de Peña Nieto, según la consultora TReasearch, que lleva un recuento diario de ese tipo de delito.
Este resultado a mitad del sexenio (el total de homicidios dolosos en lo que va del año asciende a 18 mil 223) sería una justificación impecable para que el presidente López Obrador considerara urgente su incorporación a la Secretaría de la Defensa Nacional, bajo su premisa de que sólo los militares pueden enfrentar a la delincuencia. No lo es, sin embargo, porque todo este movimiento que quiere hacer no tiene que ver con resultados en materia de seguridad pública, sino con ulteriores motivaciones, probablemente, porque es su esencia, políticas. Hacer el traslado de la Guardia Nacional a Lomas de Sotelo se inscribe en todo lo que ha estado tratando de construir para suplir lo que destruyó, y que cuando llegue un nuevo gobierno no desmantele lo que hizo, que es su legado. En este caso específico, como sus megaproyectos, ya ha dicho que lo hace para que le cueste más trabajo, o sea imposible deshacer lo hecho, a quien lo suceda.
Es más su capricho para alcanzar un buen lugar en la historia, que el deseo de acabar con la violencia y lograr la pacificación prometida. Violar la Constitución para lograrlo, es una trampa para la oposición y sus críticos. El ardid es público. Ha llamado traidores a quienes protestan por esa adscripción, centrando el argumento para la gradería en que defienden viejos intereses de corrupción –su idea fuerza sexenal–, cuando la crítica se ha enfocado en su irrefrenable tentación autoritaria a violar cuanta ley se le atraviese a sus proyectos y ocurrencias.
Al mismo tiempo, López Obrador desvía el análisis de su política de seguridad, que parte de algo muy simple, el trato laxo, benevolente y cuasi cómplice, por omisión, con los cárteles de las drogas. Si el planteamiento que resume su inacción contra los criminales –salvo marcadamente el Cártel Jalisco Nueva Generación– se sintetiza en la frase ‘abrazos, no balazos’, ¿qué objeto tiene que la Guardia Nacional se incorpore ‘totalmente’ a la Secretaría de la Defensa Nacional o a la Cruz Roja? En efecto, ninguna.
La Guardia Nacional podrá mudarse cuantas veces quiera de adscripción, pero si se mantiene la misma instrucción presidencial, la incidencia delictiva se mantendrá en máximos históricos hasta que termine el sexenio, por una decisión de López Obrador, no –si se analizaran los datos sin ese contexto– por un fracaso rotundo de ese cuerpo paramilitar.
Para efectos de argumentación, liberemos la imaginación hasta el absurdo: si el FBI se incorporara a la Secretaría de la Defensa Nacional para combatir a la delincuencia, que es el marco de referencia en el que se está analizando el traslado de la Guardia Nacional, o se sumaran los Carabineros chilenos o la Guardia Civil española o los Seals y los Rangers, la incidencia delictiva y los homicidios dolosos serían los mismos.
El problema de fondo para mejorar la seguridad y reducir la violencia no es una Guardia Nacional bajo el mando del secretario de la Defensa, sino la terquedad presidencial que, pese los malos resultados, continuará por el mismo camino.