El presidente Andrés Manuel López Obrador siempre acelera, aunque vaya directo al precipicio. Ayer tuvo uno de sus momentos estelares, cuando al defender el cuestionado informe presidencial sobre el caso Ayotzinapa dijo que en el gobierno de Enrique Peña Nieto no se investigó ni castigó a los responsables, sino inventaron algo que no correspondía con lo sucedido. “Y ellos lo sabían -remató-, los que participaron en el montaje”. ¿A qué se refería? Quiere sembrar en la mente que en los niveles más altos del gobierno anterior decidieron encubrir un crimen. Lo que queda hoy al descubierto, sin embargo, son otras cosas.
El ‘encubrimiento’ parte de la acusación de la Fiscalía General, avalada por López Obrador –que revisó el informe y sus anexos, que no necesariamente leyó–, de que la ‘verdad histórica’ con la que cerró el caso el exprocurador Jesús Murillo Karam se adoptó “durante una de las sesiones del gabinete realizada en la oficina del presidente de la República” (p. 87). Si fue así, no se entiende por qué Peña Nieto o su jefe de Oficina, Aurelio Nuño, no son parte de la indagatoria. En todo caso, esa reunión fue secuela de “una acción concertada del aparato organizado del poder” (p. 84), fraguada en “un cónclave” para diseñar la “verdad histórica” el 7 de octubre de 2014.
El ‘cónclave’ fue descrito por la fiscal Lidia Bustamante Vargas durante la primera audiencia de Murillo Karam, donde leyó párrafos de la declaración ministerial de Bernardo Cano Muñozcano, exsecretario particular de Tomás Zerón, exjefe de la Agencia de Investigación Criminal y responsable de las averiguaciones de la desaparición de los normalistas. Cano Muñozcano dijo que a esa reunión fueron, además de Murillo Karam, cuatro altos mandos de la PGR; el entonces coordinador de la Policía Federal en Guerrero, Omar García Harfuch, y el exgobernador Ángel Heladio Aguirre.
Ese ‘cónclave’ fue menos de 48 horas después de que la PGR atrajera el caso. Según la Fiscalía General, el objetivo era armar una mentira, pues ahí, afirmó Vargas Bustamante, “se comenzó a construir la llamada ‘verdad histórica’”. Cano Muñozcano, que es testigo colaborador de la Fiscalía, asegura en su declaración que en esa reunión no se cometieron ilícitos, lo que contradice la interpretación de la fiscal, y agregó que cuando llegó Aguirre, sólo se quedaron los mandos; es decir, no sabe qué sucedió adentro porque no estuvo en la reunión. Aguirre y García Harfuch negaron rotundamente haber estado en ese ‘cónclave’, un desmentido que no ha sido respondido por la Fiscalía.
El punto central del informe presidencial para afirmar que hubo una conspiración para encubrir la verdad no se sostiene con el único testigo que tienen, que es de oídas, y que desmiente en su propia declaración ministerial los dichos del gobierno de López Obrador y las elucubraciones del Presidente. Esto no quiere decir que no se diera esa reunión. La hubo, como muchas más, diariamente, porque Murillo Karam instauró desde el primer momento un cuarto de guerra que se reunía diariamente para revisar las acciones de búsqueda, las pesquisas y los temas relacionados con la criminalística y con lo forense.
Vargas Bustamante tergiversó la declaración de Cano Muñozcano, pero no parece haber sido iniciativa de ella. El antecedente de un complot para ‘fraguar’ la ‘verdad histórica’ está en el informe presidencial y en las continuas declaraciones de López Obrador, quien señaló este miércoles: “En vez de investigar y castigar a los responsables, se optó por ocultar la verdad, inventar algo que no correspondía a lo que había sucedido”. Peregrinamente el Presidente describió sintéticamente esa acción inventada por Vargas Bustamante, y aprobada por sus jefes y en Palacio Nacional, como un “montaje”.
Lo que estamos viendo, sin embargo, es un montaje del gobierno de López Obrador para acusar “montaje” en el de Peña Nieto. La invención de Vargas Bustamante, según la declaración ministerial que leyó, carece de sustento. Para darle cuerpo necesita una declaración ampliada que acuerpe la narrativa política. La fuerza narrativa del Presidente, que martillea todo el tiempo su mentira, no será para siempre. López Obrador debería saberlo, porque la incapacidad de los fiscales queda demostrada en cada caso de alto impacto. En la primera audiencia, el juez de control Marco Antonio Tapia Fuentes regañó a los fiscales por su impreparación, y tuvo que guiarlos sobre cómo presentar sus pruebas y evitar un tempranero naufragio.
Lo que vemos hoy es una nueva edición de un caso construido por el fiscal Alejandro Gertz Manero para satisfacer al Presidente. No es un caso personal como contra su familia, socios o científicos, sino es un asunto de Estado. La vara de ilegalidad con la que mide el fiscal será la misma con la que lo midan a él. López Obrador tampoco se escapará de ello. No hay evidencia, cuando menos no la han presentado, que demuestre que hubo una conspiración del poder peñista. Lo que sí hay, gracias a su locuacidad, es cómo todas las mañanas expone lo que la noche anterior, con el jefe de propaganda, Jesús Ramírez Cuevas, prepara para atacar la realidad o lo que le incomoda.
En este nuevo capítulo de su sexenio, se construyen responsabilidades discrecionales y acotadas a contentillo sobre el gobierno de Peña Nieto, a partir de un informe que se sustenta en diversas investigaciones anteriores: la de la Fiscalía de Guerrero, la primera en actuar cuando la desaparición de los normalistas, la PGR de Murillo Karam, la de la anterior Comisión Nacional de los Derechos Humanos y la del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes. Nada sustantivo fue aportado por el documento de la Presidencia, pero al mismo tiempo todo fue sustancial, si nos olvidamos de lo jurídico y enfocamos en lo político.
López Obrador aseguró ayer que la disposición de aportar “toda la información completa” –lo mismo hizo la exprocuradora Arely Gómez–, aunque ahora como antes haya mucha documentación testada, “es una instrucción, precisamente, para evitar la manipulación”. Si no fuera tan grave lo que sucede, el chiste se contaría solo.