El presidente Andrés Manuel López Obrador cierra hoy el segundo tercio de su sexenio e inicia mañana el sprint final de su administración. Han sido cuatro años complicados y difíciles, por todo el andamiaje que ha destruido sin haber podido remplazarlo con uno nuevo. Las resistencias han sido fuertes. Algunas porque, como dice, grupos de interés que perdieron privilegios quieren revertir el curso de su acción. Otras, como reacción a la destrucción de valor nacional. Unas más, por la forma atrabiliaria y violenta como ha hecho la transformación. En el fondo, lo que está en juego es el poder y la viabilidad de sus contrapesos.
El Presidente lo sabe perfectamente y está levantando sus trincheras y preparando sus armas. En junio convocó a gobernadores de Morena a Palacio Nacional para revisar los proyectos que tenían en curso. Pero fue más que eso. En ese cónclave López Obrador les dijo que debían tener claro que lo que venía en el 24 era la lucha por el poder. No podían perder de vista lo que estaba en juego, alertó, porque ellas y ellos jugarían un papel fundamental que debían entender para impedir que se interrumpiera la transformación prometida. Y fue más allá.
López Obrador dijo que no cometería “el error” del general Lázaro Cárdenas en la sucesión presidencial de 1940. Al general, afirmó, los conservadores, los ricos, la Iglesia católica y los estadounidenses le impidieron escoger como sucesor al general Francisco José Mújica, constituyente del 17, muy cercano a Cárdenas, y quien redactó el histórico manifiesto de la expropiación petrolera. El general, añadió el Presidente, tuvo que ceder a esos intereses y entregar la sucesión al general Manuel Ávila Camacho. A mí no me va a pasar los mismo, recordaron personas que estuvieron en ese cónclave, porque no lo voy a permitir.
Sin decirlo, dijo todo sobre su sucesión y a quién de su partido piensa entregarle la candidatura presidencial. Tendrá que ser quien ideológicamente esté convencida o convencido de su proyecto, en un proceso que sería réplica del de Miguel de la Madrid, cuando optó por Carlos Salinas en lugar de Manuel Bartlett. López Obrador quiere que su legado continúe, y para ello necesita a alguien que piense como él y le sea incondicional. La forma como lo planteó a los gobernadores fue incorrecta por maniquea, pero no extraña. López Obrador conoce la historia de manera superficial.
La sucesión del general Cárdenas no fue inducida por los grupos de interés que mencionó López Obrador, sino por el contexto y la responsabilidad. En aquel año, la Segunda Guerra Mundial era una realidad en Europa y llegaba el tiempo de definiciones. Por un lado, había mensajes del canciller federal alemán, Adolfo Hitler, para que México se sumara al eje nazi. Por el otro, Estados Unidos, que aún no entraba en la conflagración. El general Cárdenas evaluó de manera pragmática su sucesión.
Mújica, un hombre de izquierda, probablemente por su antinorteamericanismo, se habría inclinado por los nazis o por la Unión Soviética de José Stalin, generando un conflicto permanente con Estados Unidos. Ávila Camacho, también muy cercano al general, era una mejor opción para ese momento tan delicado donde la prudencia, más que la ideología, tenían que predominar. Una decisión similar se daría décadas después cuando De la Madrid sucedió a José López Portillo.
La historia de la sucesión presidencial de 1940 no tiene nada que ver con la de 2024, como lo planteó López Obrador. Aquélla fue pensando en el futuro del país; la suya, en su futuro. No es sólo la lucha por el poder, sino la lucha por el poder per se de él. Su trascendencia a la historia mexicana, debe pensar López Obrador, depende de que una figura subordinada a él, o sujeta a sus presiones y chantajes, continúe con lo iniciado, sin importar su factibilidad y las consecuencias que ello entrañe.
Bajo estas premisas inicia el último trienio de López Obrador. El llamado a acción a los gobernadores se ha juntado con otras decisiones, donde el sector duro del lopezobradorismo se ha impuesto en la toma de decisiones y está marcando el camino a recorrer. Nadie debe sorprenderse. El poder se conquista, pero no se entrega.
López Obrador no es Enrique Peña Nieto, probablemente el presidente más tibio en la parte final de su mandato desde Pascual Ortiz Rubio, quien renunció en 1932 tras dos años en la presidencia. Pero a diferencia de Ortiz Rubio, atrás de Peña Nieto no había caciques, sino una pusilanimidad donde se entregó a López Obrador desde la campaña presidencial, y le concedió el poder de manera informal desde el día siguiente de la elección presidencial.
López Obrador ha buscado tener candidatos de oposición a modo para la elección presidencial, a fin de que su sucesora o sucesor pueda caminar hacia Palacio Nacional. Al menos un aspirante de la oposición, indignamente entregado a él, fue a pedirle autorización para contender por la presidencia. Recibió su beneplácito, en el entendido de que, si fuera necesario, declinaría ante una instrucción suya. No hay más, por ahora, en esa condición.
De ahí el llamado a los morenistas y el fortalecimiento del núcleo duro del lopezobradorismo. Se juegan el poder y más. López Obrador piensa en el legado. El grupo ideológico, en las promesas tramposas del Presidente que, en los hechos, está incumpliendo. Sus cercanos, en gubernaturas y las cámaras. Los radicales, en mantener el mando. Algunos, en la impunidad, por los actos de corrupción en los que se han visto envueltos en estos cuatro años.
La lucha por el poder, ciertamente, tiene diferentes motivaciones, pero al final, todo se dirimirá el 2 de junio dentro de dos años, y las candidaturas presidenciales a escasos 14 meses. No falta nada de tiempo. El último tercio del sexenio estará dominado por ese objetivo estratégico y, conforme a lo que hemos visto en los últimos meses, López Obrador se radicalizará, habrá más polarización y más violencia política. Sin decirlo, ya nos lo advirtió.
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