La semana pasada, cuando se publicó en este espacio un reconocimiento a la estrategia del líder del PRI, Alejandro Moreno, por realizar un riesgo calculado y respaldar la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles hasta 2028 ante el peligro que gobernadores y alcaldes se deslindaran de la alianza opositora, hubo críticas fuertes e inteligentes al alegato. Aunque había puesto en peligro la coalición, tenía sentido político la iniciativa de alinearse con la sociedad, que tiene muy buena opinión de los militares y es en los únicos en quienes confía para enfrentar a los criminales. Fue un error. Moreno no estaba pensando estratégicamente en la gente, sino en él mismo.
La jugada de Alito, como se tituló la columna, y a la luz de lo que sucedió después, resultó positiva para él. No hizo lo que se esperaba como segundo tiempo de ese respaldo, exigir que, a cambio de ese apoyo al presidente Andrés Manuel López Obrador, se comprometieran, junto con la Secretaría de la Defensa Nacional, a informar regularmente sus métricas y resultados. Es decir, que existiera una auditoría sistemática sobre porcentajes en la reducción de la violencia, los jefes criminales detenidos de todos los cárteles y la recuperación de los territorios controlados por los delincuentes. Es decir, agudizar la contradicción de abrazos, no balazos, pero se quedó cojo.
O, dicho de otra manera, por la forma como actuó, y como bien señalaron los críticos al texto, cambió su libertad por el respaldo político al Presidente, pero no lo acotó. Le dejó el campo libre y, en cambio, profundizó su enfrentamiento con sus viejos aliados. Una semana después, la percepción sobre Moreno de un político de poca monta, se alineó con la realidad. López Obrador quería romper la alianza y encontró en Alito su esquirol. Traidor una vez, traidor siempre. No hubo rectificación del dirigente del PRI, sino ratificación de una calidad moral pobre que profundizó su caída. Lo que pareció en ese momento, a juicio de quien esto escribe, una oportunidad política para salir avante y formular un diseño de rendición de cuentas para el Presidente, terminó en la hoguera de la indignidad.
La semana pasada, frente a la protesta de sus aliados políticos y electorales, respondió: “Esto es por México, por la gente. ¿Con quién están?, ¿con los intereses de partido o con el interés supremo del pueblo de México?”. Es un farsante. Le entregó a López Obrador y al Ejército lo que querían, una carta de impunidad. No buscó un control ni estableció límite alguno a la militarización de la seguridad pública. Se comportó, al igual que Rubén Moreira, coordinador de la bancada en el Congreso, y las marionetas que utilizaron como fusibles, como Morena y sus aliados, el PT y el Verde, con absoluta sumisión al jefe de Palacio Nacional.
Para seguir haciendo el trabajo sucio al Presidente, Moreno se fue al ataque contra sus viejos aliados. “Yo no rompo”, los desafió al decirles que no estaría en sus manos el final de la alianza, “rompan ustedes”. Jesús Zambrano, líder del PRD, trazó como respuesta el mapa de navegación que tendrá la coalición. En la primera gran elección en puerta, el Estado de México, harán alianza, pero no con él. El camino, hoy, es el correcto, pero hay un obstáculo. Alito y Moreira controlan el Comité Ejecutivo Nacional. Para tejer una alianza, el PAN y el PRD van a tener que ir con otro PRI. Para el Estado de México, es el del gobernador Alfredo del Mazo, confrontado hace meses con Moreno, que se quejaba de que no le daba dinero, en quien deberán confiar –hasta ahora no ha generado esa credibilidad– para defender al estado –donde su padre y su abuelo fueron gobernadores– y no entregarlo a López Obrador, como otros priistas lo hicieron en meses recientes.
En las elecciones de 2021, Del Mazo no quería alianza. En los últimos meses, ya sea por carencia de agua o por la crisis de transporte por el mantenimiento de la Línea 1 del Metro, envió vehículos para apoyar a la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum. Las señales que ha enviado no son positivas para una alianza, pero debe tener claro que para que alguien gane en las elecciones presidenciales de 2024, casi inevitablemente deberá tener, como partido, una victoria el próximo año en el Estado de México. En sus manos tiene la posibilidad de una candidatura competitiva.
Al PRI solo, como lo sabe Del Mazo de su elección hace cinco años, no le alcanza para ganar. A la oposición, aunque vayan unidos, tampoco. Pero una alianza tripartita, entre los tres partidos, será difícil de construir. Lo menos complicado es sepultar al PRI de Alito. Ayuda su desgaste político, que lo colocó en una avalancha que no se va a detener hasta que lo aplaste. El descrédito del líder del PRI crece cada día. No se requiere una campaña negativa para mostrarlo de cuerpo entero. La gobernadora de Campeche, Layda Sansores, fue muy eficaz en mostrar sus entrañas. Su fiscal Renato Sales, que tiene un viejo agravio con Moreno –lo expulsó del estado cuando era gobernador–, no ha frenado la investigación en su contra. Hoy podemos ver que Alito no fue un estratega, sino el tonto útil del Presidente para romper la alianza.
Pero quizá quemarlo en la plaza pública fue prematuro. La oposición se puede reconstruir y las contradicciones son tan grandes dentro del PRI, que caminar de la mano de Moreno tiene rendimientos decrecientes. La parcialidad de Alito en la iniciativa a favor de la militarización de la seguridad pública ha creado las condiciones para detonar una crisis en el partido y terminar con su corrupto liderazgo.
Hay un riesgo, por supuesto, la implosión del partido. Pero si no se hace va a suceder más adelante, cuando la oposición y los priistas que quieran retomar al partido no tengan espacio de maniobra y López Obrador termine de engullírselos. De ahí a establecer su dinastía, será como un simple parpadeo.