El caso Ayotzinapa ha galvanizado las contradicciones al interior del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Ayer, con una nitidez que causa terror por sus implicaciones, dijo con frases un tanto confusas y codificadas que estaba en marcha un proceso de desestabilización contra su gobierno, que tenía como centro incitar una rebelión dentro del Ejército. De dónde vendría ese intento es un misterio, pero, por como lo planteó, su origen está en el propio gobierno, lo que lleva a otra consideración, su percepción de vulnerabilidad y a un manotazo sobre la mesa con destinatario claro: el secretario de la Defensa, general Luis Cresencio Sandoval.
Lo que dijo no tiene sentido en un plano unidimensional, pero tiene mucho cuando se agregan matices y contextos.
El manotazo al jefe de las Fuerzas Armadas fue innecesario. Cuando habló de cinco militares presuntamente involucrados en el crimen de los normalistas de Ayotzinapa –hay sólo cuatro detenidos–, afirmó textualmente: “Yo di la instrucción al secretario de la Defensa, por escrito, de que se cumpliera con lo que establecía el informe de la comisión (para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa). Yo le dije al secretario que los cinco responsables debían asumir su responsabilidad”.
¿Por qué le dio la orden por escrito? El Presidente es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, por lo que el secretario de la Defensa tiene que obedecer sus órdenes. Por tanto, una instrucción por escrito carece de sentido, salvo que fuera una muestra pública de que quien manda es él, no el general. Haberlo hecho no fue síntoma de una insurrección en Lomas de Sotelo, sino una debilidad y vulnerabilidad en la casa presidencial.
No es porque el Presidente tenga un poder menguado, sino porque el enfrentamiento militar contra el subsecretario de Gobernación y cabeza de la Comisión del Caso Ayotzinapa, Alejandro Encinas, está cobrando una cuota de descrédito a la investigación. López Obrador dijo que era una campaña contra la investigación, y que no había choque entre los generales y Encinas por haber llevado a proceso a cuatro militares, acusados del crimen. No hay lo primero, sino meras críticas a un trabajo que aún no presenta soporte jurídico y evidencias, pero sí hay lo segundo. La negación del Presidente es apropiada, porque el costo político sería mucho más grande si admitiera que, en efecto, hay una confrontación.
Pero, más allá de esta ruta de colisión en la que se encuentran, debe descartarse que desde el interior del Ejército se haya animado una rebelión. No hay forma de ello, por como lo explicó el Presidente. “Hay intereses”, señaló, “(que) buscaron reventar la investigación, hablando de más personas, en el caso, por ejemplo, de los militares, responsabilizando a 20, cuando en la investigación son cinco de alto grado (sólo dos son generales y uno general brigadier); los otros 15 no sé, pero me imagino. Son soldados, pero… meten a los 20, pensando que con eso se iba a generar una rebelión en el Ejército”.
Las peticiones de las 83 órdenes de aprehensión salieron del informe de la Comisión para el Caso Ayotzinapa, cuyo fiscal especial, Omar Gómez Trejo, presentó su renuncia el 15 de septiembre, dos días después de que la Fiscalía General se desistió de 21, incluidas las de seis de militares. Entonces, ¿fue Encinas quien quiso provocar la rebelión de los militares? Sin embargo, para alguien que ha mostrado con los años su animadversión hacia las Fuerzas Armadas, como Encinas, querer una rebelión que causara una crisis constitucional, probablemente iría en detrimento de él y de su investigación.
Encinas tampoco es el traidor, porque ése sería el delito para quien intentara una asonada militar como la que esbozó López Obrador. Al contrario. El Presidente apoyó una vez más a Encinas este jueves y dijo que las críticas contra el subsecretario las sentía en carne propia. En cambio, no se refirió en términos elegantes a Gómez Trejo, quien se irá del cargo este fin de semana porque, dijo el Presidente, no le gustó ni el informe –que él ayudó a construir–, ni el desistimiento de las órdenes de aprehensión. La salida de Gómez Trejo, que antes de ser fiscal especial fue secretario ejecutivo del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), fue criticada por organismos de derechos humanos, varios de ellos cercanos a los familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
A esas organizaciones y los abogados de las familias de los normalistas, no casualmente, el Presidente cumplió tres días atacándolos. “Hay muchos intereses de por medio”, dijo el Presidente al hablar de todas las turbulencias por las que atraviesa la investigación sobre el crimen de los normalistas. ¿Cuáles?, le preguntaron en la mañanera. “Pues éstos que estoy planteando”, respondió de manera ambigua, “incluso hasta los defensores o supuestos defensores de derechos humanos que se convierten en administradores del conflicto”.
López Obrador tiene una visión generalista de las cosas, y ha sostenido que las organizaciones no gubernamentales que lo critican están financiadas por Estados Unidos. Ayer, con su caprichosa sinapsis, vinculó los señalamientos de las ONG, que son eco de Gómez Trejo y Encinas, de que “fue el Ejército” el que cometió el crimen de Ayotzinapa, con una queja del exembajador Carlos Pascual, quien durante el gobierno de Felipe Calderón informó a su gobierno que el Ejército no servía. “Y yo no dudo”, dijo inmediatamente, “o sea, no descarto que la detención de (el exsecretario de la Defensa Salvador) Cienfuegos haya sido una venganza”.
La lógica conspiracionista del Presidente es nítida: sus enemigos están en Washington, que usa a los defensores de derechos humanos que, a través de Gómez Trejo, construyeron un informe para Encinas para culpar a militares del crimen de Ayotzinapa y provocar una rebelión en el seno castrense. El silogismo puede resolverse. Si denuncia intentos de asonada militar, que proceda contra los responsables. De otra forma, no pasarán de ser palabras que sólo busquen esconder el caos que se está viviendo dentro de su gabinete.