Estrictamente Personal

La DEA en México

Es entendible la molestia de López Obrador con la DEA. Sus antecesores también tragaron sapos, pero peleándose con ella no va a solucionar nada.

La DEA, para el presidente Andrés Manuel López Obrador, es buena cuando le es funcional a sus intereses, pero perniciosa e injerencista cuando perjudican a su gobierno. La discrecionalidad estomacal del Presidente lo mete en un péndulo, pero sería mejor que utilizara un método que parta de la premisa de que la DEA, siempre, sí es una agencia abusiva y tramposa, que tiene agendas políticas y pugnas y contradicciones internas, como en la actualidad, con la investigación a la directora, Anne Milgram, por presunta corrupción.

Entender su dinámica ayudaría al Presidente en la difícil cooperación bilateral en materia de seguridad, sin sobresaltos viscerales de su parte ni acusaciones que producen el efecto gelatina, pero que allanan el camino para que puedan pasarle una factura dolorosa de manera unilateral. Debe tener muy presente el caso de Genaro García Luna, sobre quien un jurado, sin una sola prueba de su relación con el Cártel de Sinaloa, lo encontró culpable de todas las acusaciones a partir sólo de testimonios de criminales. Sobre López Obrador, en cambio, hay abundantes pruebas circunstanciales sobre una presunta relación con esa organización.

García Luna quedó atrapado en las contradicciones de la DEA, en los tiempos cuando el director regional en México era David Gaddis. El exsecretario de Seguridad Pública trabajaba muy bien con Gaddis, y con quien tenía a su cargo las investigaciones del Cártel de Sinaloa, Carlos Mitchem, uno de cuyos subordinados, Matt Donahue –que años después fue jefe de Operaciones de la agencia–, fue quien lo puso sobre la pista del decomiso de cocaína en Manzanillo, el más grande de la historia. Pero García Luna tenía una muy mala relación con los subalternos de Joe Báez, responsable de investigaciones contra el Cártel del Golfo, y cuyos subalternos, Sergio Luna y Gregory Garza, fueron quienes decían que tenía vínculos con los sinaloenses desde que era jefe de la Agencia Federal de Investigaciones.

Luna y Garza trabajaron muy cerca del procurador general, Eduardo Medina Mora, enfrentado a García Luna, y lograron acceso sin precedentes a las investigaciones y a trabajar con testigos protegidos, dos de los cuales, “Felipe” y “Jennifer”, probaron ser poco confiables y llevaron al desastre a la Operación Limpieza. Otros testigos de poca monta sirvieron para que la DEA acusara al exsecretario de la Defensa Salvador Cienfuegos, en un caso cuya construcción no aguantaba el más débil soplido. Igual estuvo el de García Luna, el único de la DEA que sigue festejando el Presidente.

En 1991 publiqué en la revista Proceso una investigación que se llamó ‘La DEA en México’, con los nombres de 59 agentes de la agencia adscritos a seis oficinas en este país. El número de agentes acreditados no ha variado mucho desde entonces. En el gobierno de Calderón había 70 acreditados de manera fija, y actualmente se calcula un número ligeramente menor. En 1991 había seis oficinas regionales en México, que crecieron a nueve en casi 15 años: Ciudad Juárez, Guadalajara, Hermosillo, Matamoros, Mazatlán, Mérida, Monterrey, Nogales y Tijuana, además de la central en la Ciudad de México.

El número de agentes fijos, que desde que pagaron por el secuestro del doctor Humberto Álvarez Macháin, acusado –y exonerado– de estar vinculado al caso Camarena, tienen que especificar que trabajan para la DEA –lo que no es obligación en el caso de los agentes de la CIA–, y no refleja cuántos de ellos pueden estar en México en un momento determinado. Hay decenas de agentes, flotantes o temporales, que llegan a México como turistas –se escoge de manera preponderante a estadounidenses de origen mexicano que pasen como locales por la frontera– y trabajan clandestinamente supervisando sus investigaciones, que se dirigen desde El Paso, Houston, Phoenix y San Diego, y hablando con los infiltrados que tienen en los cárteles de las drogas.

El Presidente se indignó porque tres informantes de la DEA dieron toda la información sobre los hijos de Joaquín el Chapo Guzmán, los llamados Chapitos, lo que llevó a que el Departamento de Justicia desclasificara sus acusaciones contra los jóvenes narcotraficantes y anunciara las acciones para desmantelar la operación mundial del Cártel de Sinaloa y sus amplias redes de tráfico de fentanilo. La DEA utilizó a tres miembros de esa organización criminal, no infiltró a agentes, para que les proporcionaran información y cuando tuvieron suficiente para construir el caso, los reventaron, probablemente ofreciéndoles entrar al Programa de Testigos Protegidos y en espera de que en algún momento sean llamados a declarar.

Infiltrar organizaciones criminales es común para la DEA, no ahora, sino de toda la vida. De hecho, la infiltración de organizaciones delictivas o terroristas es una técnica que se utiliza en todo el mundo, inclusive en México, particularmente por parte del Ejército, que tiene soldados encubiertos, como sucedió en la escuela normal rural de Ayotzinapa. En México, como en otros países, la DEA suele jugar al margen de los gobiernos.

Por ejemplo, Mitchem y otros dos agentes que también trabajaban sobre el Cártel de Sinaloa, se reunieron en la Ciudad de México a espaldas de los gobiernos de Calderón y Fox, con Vicente Zambada Niebla, hijo del jefe de la organización, Ismael el Rey Zambada, para que les diera información sobre otros cárteles. En diciembre de 2007, en otro caso que ilustra los niveles de infiltración, la negociación para la alianza entre los Beltrán Leyva y Los Zetas fue informada en tiempo real a la DEA por un infiltrado.

Es entendible la molestia del Presidente con esa agencia. Sus antecesores también tragaron sapos, pero peleándose con ella no va a solucionar nada. Limitar su acceso a la información, afectando la cooperación bilateral, como hizo tras la detención del general Cienfuegos, fue un arrebato que se corrigió meses después, cuando se autorizaron las 21 visas especiales que habían quedado pendientes. López Obrador tiene que abandonar sus arranques viscerales, y actuar racionalmente, por razones institucionales y por motivos personales, para que no arrastre odios como los que generó García Luna con la DEA, a quien le cobraron todas las facturas.

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